martes, 26 de enero de 2010

La guerra de los alfajores

Blog El Correo de Salem
25 de enero de 2010
Por Eduardo González Viaña



                             Alfajores - Foto lovelihood

¿De dónde vienen los alfajores? ¿Cuáles son los auténticos? Estas preguntas suenan a metafísicas, y casi lo son. En Los Ángeles han desencadenado una guerra de comunicados entre argentinos, nicaragüenses, peruanos, bolivianos y chilenos. Es una guerra de la nostalgia en la que cada cual siente que lo único original sobre la tierra es lo que probó de niño en la añorada patria lejana. Róger Navas-Balladares, nacido en Nicaragua, es el culpable del conflicto. En el 2003, fundó Split Bean Coffee, una compañía dedicada ofrecer las más distintas variedades de café. De un momento a otro, se le ocurrió preparar alfajores y ha tenido éxito. Periódicos como «Los Angeles Times», «San Jose Mercury News» y «The Philadelphia Inquirer», entre otros, han hablado de una «receta misteriosa que pronto a todos nos convertirá en adictos». Manjar blanco, piña, guayaba, frambuesas, fresas, chocolate y hasta mantequilla de maní son algunos de los sabores de este postre cuya receta, según Róger, le viene desde Trujillo y Chiclayo del Perú aderezados con sus orígenes hispánicos que lo hacen trazar orígenes en alguna lejana pastelería asturiana. El profesor Samuel Huntington no para de advertir que los hispanos se van a apoderar de USA, y a lo mejor tiene razón. La historia confirma que cuando los invasores preparan pasteles y escriben poesía es porque han decidido quedarse y conquistar. Róger fue mi alumno en la Universidad de Berkeley. En vez de una rápida profesión útil, buscó el saber. Al tiempo que hacía estudios de Antropología Cultural, exploró la Kabalah y las tradiciones del judaísmo, sin dejar de lado la comida kosher. Continuó con el flamenco e hizo un viaje a la India, de donde salieran en el siglo XII los monjes heterodoxos que lo difundieron. Egipto fue el puente y, por fin, España, la receptora de aquella danza religiosa. Por todas las regiones y, por supuesto, cocinas, anduvo mi alumno. Cuando en mi clase leíamos novela latinoamericana, me rogó que incluyéramos ese recetario portentoso que es «Como agua para chocolate». No me extraña que haya trocado la toga y el birrete en el mandil y la gorra del chef. Si este conflicto se convierte en guerra santa, algún suicida puede devorar alfajores y lanzar su carro contra algún consulado de Los Ángeles. Por eso, me atrevo a recordarles a todos que el alfajor proviene de la ocupación mora de Andalucía. La etimología lo hace emerger de «al-hasú», que en árabe significa «relleno». Todavía en Cuenca, España, lo llaman «alajú» y se elabora a base de almendra, miel e higos, todo ello envuelto en una oblea. Con el tiempo, cada región de América (la que habla en cristiano) adaptó el alfajor español y cocinó sus propias versiones. Todos en todas partes preparan los «originales». Solamente en la Argentina y el Perú, hay más de veinte variedades que culminan en el delirante «kingkong», un alfajor que se hace en Chiclayo y contiene en sabroso ecumenismo una diversidad de pisos y sabores. Estudiante de Teología en Lima, María Elena Miranda señala que el alfajor prueba la existencia del alma. Moviendo la nariz al estilo de Samantha, afirma que las dos galletas son nuestros cuerpos y que el sabor es el alma difundiéndose por el Universo. Por su parte, la publicista Mariola Saavedra dice que son la dieta cotidiana de Jaren. Desde Buenos Aires, a mi consulta, la psicóloga Andrea Yannuzzi afirma que éstas son las únicas guerras que provienen del amor a la querencia. ¡Cómo será, pues! En estos cándidos días, los latinos que vivimos en USA pensamos que hemos sido hechos de barro y del soplo generoso de Dios, pero también de nostalgia y pasta de alfajores.


martes, 12 de enero de 2010

Oda al Chupe


Tu mala canallada.
La República
13 de septiembre de 2008
Por Eloy Jáuregui
http://el-jauregui-es.blogspot.com/


Con la aparición del libro La gran cocina mestiza de Arequipa, del poeta Alonso Ruiz Rosas se pone broche de oro al capítulo de este año sobre nuestra descomunal cocina regional que se inició con la publicación del también hermoso libro Entre hornos y rocotos de la restauradora Blanca Chávez (Editorial UPSMP, 2008) que tuve el honor de editar y prologar. Provengo de familias arequipeñas y desde la teta no sé más de que de chupes, zarzas y adobos.

Es gastronomía regional y no departamental porque su tejido va más allá de las fronteras políticas. Podría citar la excelencia de los peroles moqueguanos o tacneños. Los potajes del altiplano, las variaciones en Apurímac y el sur de Ayacucho. Pero la summa arequipeña es ciclópea y abundante en rasgos de originalidad, despensa, clima, agua y por su genio heterogéneo. Ahí está el alma española atiborrada de un supino mestizaje. Los conquistadores eran castellanos, vascos, catalanes, celtas y más, y venían aderezados de los jugos caldurientos de la miel mora. Árabes en esencia y en su mayoría, abrazados a mujeres. Y vamos que hoy están de moda los varones cocineristas. Al contrario, la cocina arequipeña es amplia matronil. Su lógica es femínea por delicada y picante por mujeril.

El mejor texto periodístico es de Adán Felipe Mejía. "El Corregidor" describe un "Chupe de camarones" y uno no sabe qué es más placentero. El leer esa oda o el meterle diente al potaje de dioses. Mi tía abuela, Catalina Villena, vivía en un solar de la calle Ejercicios a tiro de piedra de la Plaza de Armas. Llegar a su casa era descubrir su universo nutricio. Su registro personal atesoraba la hermenéutica de 125 "Chupes" y tenía como su estandarte aquel que ella bautizó como "Timpo frutado". ¿Qué era? Un chupe –variación de sopa holística e integral—con carnes tratadas. De res, la punta de pecho. De cordero, el lomito. Tripas, vaya uno a saber. Harto hueso de manzana y un festín de peras y melocotones abridores. Los platos llegaban humeantes a la mesa y mi niñez se convertía en sabiduría, mi sorpresa en magisterio, mi precocidad en sapiencia. Su ingesta duraba una eternidad. Cuando acababa la ceremonia definitivamente uno no era uno. Era otro.


martes, 5 de enero de 2010

Filosofía y Papa a la Huancaína



09-oct-2009

Extraído de la web Mistura
Publicado en el Foro de Cultura y Turismo
por Alexander Forsyth

En marzo de este año apareció publicado en el diario El Comercio de Lima el artículo «El sueño del chef» de Mario Vargas Llosa, ameno y esclarecedor texto, como todo lo que escribe, en el que da cuenta de la trayectoria del cocinero y empresario Gastón Acurio, fenómeno mediático surgido en el Perú en los últimos años hoy camino a convertirse en icono —y quién sabe héroe— cultural peruano, con toda justicia por cierto.

El artículo narra con lujo de detalles un entorno familiar que ve con malos ojos, por lo menos al inicio, cualquier vocación de sus hijos que discurra por cauces no convencionales y resalta el venero cultural del que se sirve el joven cocinero para lanzar su proyecto de vida, quien, como verdadero artista visionario, tiene la virtud de ver aquello que a todos rodea pero que nadie más aprecia en los mismos términos.

Pero más que la figura de Gastón Acurio (a este interesante personaje regresaremos en una próxima entrega), interesa aquí analizar el por qué de la excelencia de la gastronomía nacional partiendo de la hipótesis que Vargas Llosa nos ofrece en el artículo que comentamos para formular una explicación alternativa.

Cocina y poder

Luego de calificar el éxito de Acurio como una «hazaña social y cultural» por hacer «que el mundo vaya descubriendo que el Perú […] goza de una de las cocinas más variadas, inventivas y refinadas del mundo, que puede competir sin complejos con […] la china y la francesa», MVLL se pregunta a qué se debe este fenómeno. Y responde: «Yo creo que a la larga tradición autoritaria del Perú: la cocina era uno de los pocos quehaceres en que los peruanos podían dar rienda suelta a su creatividad y libertad sin riesgo alguno», continuando a partir de allí con el encomio de la obra acuriana.

Pese a que la figura que este enunciado evoca es un tanto estrecha pues nos lleva a imaginar a sibaritas caseros cocinando en medio de una gran represión, con una especie de policía secreta respirándoles en el cuello, se trata de una apreciación valiosa que echa luz sobre un fenómeno intrigante y de gran relevancia en la actualidad, al que añade un ingrediente: la vinculación entre cocina y poder, o, mejor dicho, entre paladar y falta de poder. Enfoque que sin duda obedece al pensamiento liberal y antiautoritarismo de su autor y que tiene el mérito de ubicar a la gastronomía en el mismo universo semántico que la política.

Es cierto que existe evidencia histórica que podría avalar la interpretación de MVLL, por ejemplo, la cocina afroperuana —importantísimo componente de nuestra gastronomía contemporánea— se gestó por el ingenio exigido por circunstancias de vida particularmente duras, algo que está directamente vinculado a la condición de etnia sin poder de la población negra del Perú durante siglos.

Pero, ¿alcanzan esos hechos a explicar el fenómeno actual de manera satisfactoria? Es justo reconocer que el autor no ofrece su opinión con carácter de tesis sociológica (después de todo, es un comentario hecho casi al pasar), pero el enunciado tiene el contenido suficiente como para juzgarlo desde esta perspectiva. Por ello, cabe preguntarse por qué esta condición favoreció a la gastronomía y no, por ejemplo, a las demás artes populares (antes de protestar por la calidad de mates burilados, retablos, marineras y diabladas, téngase presente que hablamos aquí de relevanciainternacional y no meramente local, apreciación que por lo demás debe mucho al actual paradigma cultural de Occidente, muy marcado por la corrección política, la moral y los derechos humanos).

Asimismo, ¿por qué sucedió aquí, y no, por ejemplo, en Bolivia, Chile o Argentina, países que también han tenido una larga historia de inestabilidad social y autoritarismo, de marchas y contramarchas políticas y enormes dificultades para que arraigue la democracia liberal, cuyas gastronomías no poseen la sofisticación de la peruana y no gozan por tanto de un prestigio similar?, ¿cómo contrastar el creciente autoritarismo bolivariano de la actual Venezuela con una cocina cuyos ecos culinarios apenas alcanzan la forma de la arepa? Por último, cabe preguntar si hay explicaciones alternativas que logren satisfacer un mayor número de interrogantes y sean capaces, además, de establecer un vínculo causal más claro.

Una explicación escuchada hace unos años, que podríamos calificar de geopolítica, otorgaba el origen de nuestra riqueza en la cocina al hecho de haber sido el Perú cabeza de reino durante siglos. Según esta teoría, la sofisticación que demanda una corte fue el motor de esa riqueza, lo que sin duda es cierto pues muchos de nuestros platos célebres poseen una historia que se remonta a tiempos coloniales y ha quedado documentado el favor del que gozaban en la mesa palatina (a lo que contribuyó, no lo olvidemos, la alta concentración de órdenes religiosas que, privadas de los placeres del sexo, optaron por desarrollar al máximo los méritos de aquellos placeres corporales que les eran lícitos). Sin embargo, Lima administraba un territorio demasiado vasto como para pensar en una influencia cortesana tan extendida, además de que la sofisticación no estaba al alcance de las clases populares, que es una de las características más interesantes de la cocina peruana (como alguna vez me dijo un mochilero extranjero: «En el Perú se come bien hasta en los restaurancitos de las carreteras»). Además, siendo el poder hedonista por definición, firme creyente de su propia importancia, ¿por qué la Audiencia de Charcas y la Gobernación del Río de la Plata, esta última convertida en Virreinato en el XVIII, no produjeron efectos similares?

Otra explicación podría ser la territorial, por la variedad de pisos ecológicos que proporcionaba pluralidad y riqueza de recursos, pero esta perspectiva no alcanza a explicar por qué combinamos tan bien los ingredientes y conseguimos resultados que han logrado el consenso mundial.

Finalmente, quizá la explicación más acertada sea la que asigna el mérito al particular mestizaje nacional, fenómeno trasversal y vertical que, reuniendo aportes venidos de muchos lugares, se sirvió de la fertilización cruzada para producir tan original expresión. ¿Hay objeciones a esta explicación? Sin duda, pues al igual de lo planteado en el caso de la propuesta vargasllosiana, ¿por qué este mestizaje no produjo ese mismo efecto en las demás artes populares? Además, ¿por qué el mestizaje tendría que rendir frutos exclusivamente en las expresiones de la cultura popular, y no en la alta cultura, aun cuando fuese menos intenso?

Demos una mirada más cercana a un aspecto medular: ¿qué diferencia la gastronomía de otras artes? Básicamente, su corporalidad en el consumo, pues mientras que en la gastronomía el objeto en sí es consumido físicamente —es decir, deglutido—, en la cerámica o la orfebrería, la tapicería o el tejido, el objeto es consumido de manera indirecta, por comparación, lo que supone además la presencia de un componente simbólico.

Muy bien, ¿pero qué tiene esto que ver?, ¿no es acaso igual para los bolivianos cuyo solterito, aun cuando sabroso, no puede ocultar su carácter pueblerino, o para los chilenos, una de cuyas originalidades mayores es llamar a los frijoles que sirven con tallarines —plato notable por su extremo exotismo, por decirlo de alguna manera— «porotos con riendas»? Ellos también pasan por la misma corporalidad que nosotros y, sin embargo, el resultado es otro.

Un aporte filosófico

Ante estas carencias explicativas, y para entender mejor el problema, propongo un componente que me parece clave, de naturaleza metafísica, si se quiere, pues sus expresiones suelen ser transparentes. Se trata de la mentalidad heredada de cuando los peruanos vivíamos en una sociedad agraria de pequeña escala, es decir, un conjunto de ideas sobre la realidad que nos ha acompañado en nuestro tránsito hacia una sociedad urbana, pero que no ha logrado trasponer el umbral para alcanzar el siguiente estadio. Me refiero aquí al carácter esencialmente fisiócrata de nuestra cosmovisión, la cual, emparentada con el pensamiento mágico (¿de qué otro modo podemos calificar, por ejemplo, el mesianismo presente en nuestro secular caudillismo?), se funda en los objetos antes que en las ideas, estableciéndose entre sujeto y objetos —y esto es muy importante— respuestas esencialmente emocionales. Según esta propuesta, nuestra Weltanschauung favorece una relación afectiva con el mundo a través del cuerpo y los objetos antes que a través de la mente, lo que serviría para explicar no solo la preeminencia de nuestra gastronomía sobre las demás artes populares, sino también el clamoroso fracaso de todos los órdenes sociales que poseen un alto componente intelectual, llámese abstracto. Explicaría entonces por qué ninguno de los logros de nuestra filosofía se acerca a las alturas en que se encuentra, por ejemplo, la papa a la huancaína.

De esta manera, teniendo las abstracciones para nosotros ninguna relevancia o significación —incomprensibles, no en el nivel cognitivo, por supuesto, sino en el afectivo—, no somos capaces de vincularnos con realidades intangibles como nación, estado de derecho e, inclusive, futuro, realidades en crisis permanente en el Perú, por ser entelequias que carecen de densidad semántica y, por tanto, de interés. Este radical desprestigio de los intangibles entre nosotros explicaría la locura de haber abandonado la educación durante décadas (¿será necesario explicar el carácter abstracto del conocimiento?), lo que en sentido estricto constituye una hipoteca a largísimo plazo y un abominable secuestro del bienestar de las futuras generaciones de peruanos.

¿Hay otras expresiones de este problema cultural que sean verificables empíricamente? Por cierto que sí, basta remitirnos a la realidad de la ciencia que se hace en el Perú —entre las más pobres de la región— y al presupuesto que destina el Estado a la investigación científica y la innovación tecnológica. ¿Más pruebas…? La gestión cultural, sustento de la nación y del proyecto nacional, que opera casi en la nada y a la que la sociedad civil no logra articular como una demanda coherente pues no la reconoce como una de sus necesidades. Y, si se requieren ejemplos concretos, ahí están la inopia del Archivo General de la Nación, la carencia de agregados culturales en nuestro Servicio Diplomático, la mala situación de la música académica, la industria editorial, las bibliotecas municipales, la capacidad lectora de nuestros niños… La lista es espantosamente larga, y sería tedioso, además de innecesario, presentar más pruebas en este comentario. En este sentido, el verdadero fracaso de la ciencia en el Perú no es el no haber inventado ninguna de las tecnologías que hoy mueven al mundo, sino el no haber logrado introducir el método científico en los procesos mentales cotidianos de los peruanos, incumpliendo con su imperativo de transformar la realidad a través de la educación.

¿Cuáles son las consecuencias de esta situación para el Perú? Muchas, y muy graves. Para empezar, acaso la mayor sea la imposibilidad —por premodernos, que no es otra cosa que una forma elegante de decir primitivos— de insertarnos plenamente en la modernidad, ese fenómeno surgido con la Ilustración que cobró impulso con la Revolución Industrial y ha marcado todo el accionar del mundo desde entonces. La modernidad no es otra cosa que el proyecto por el cual se concede a la razón humana el papel de motor del cambio social, en lo que vemos su filiación directa con la ciencia y la tecnología. No por nada se quejaba Marx a mediados del siglo XIX «que todo lo sólido se desvanece en el aire». Ese tránsito de lo tangible hacia lo intangible ha sido especialmente dramático en lo que se refiere a la generación de valor, al punto que es un lugar común de nuestros días decir que vivimos en la era del conocimiento, o que el conocimiento es el principal activo de una nación. El problema de la modernización, por otro lado, está en la base de los graves conflictos suscitados entre el Estado y las minorías indígenas de nuestro país, que reclaman sus beneficios pero no quieren asumir su costo, en actitud ambivalente que hace mucho daño al sistema y vulnera gravemente la estabilidad social y la gobernabilidad del país. Me apresuro en reconocer que no es lo mismo decir «la modernidad», en abstracto, que decir «la modernidad a la peruana», sobre todo cuando esta se encarna en el Estado peruano, al que le cabe enorme responsabilidad.

Esta «persistencia de los afectos» tiene, a su vez, dos graves consecuencias: de un lado, nos impide alcanzar una visión moderna del valor y la riqueza, impidiéndonos superar la polémica medieval sobre la presunta inmoralidad del lucro; y, del otro, nos condena a ser víctimas irredimibles de propuestas políticas basadas en el mito y la utopía, es decir, consumidores de un romanticismo en estado puro que ha producido los peores infiernos que ha conocido el hombre en el siglo XX. Sin olvidar las desigualdades históricas, frente a las cuales el socialismo se arrogó el monopolio de ofrecer soluciones —pocas veces encontramos afirmaciones acientíficas de esta magnitud en la historia del pensamiento científico—, ambas se han encargado de mediatizar el desarrollo de nuestro capitalismo y han creado las condiciones para el mediocre funcionamiento del Estado paternalista y de la sociedad en general, dejando una extensa secuela de corrupción generalizada.

Como es natural, las aspiraciones del Perú por dejar atrás el subdesarrollo encuentran aquí un implacable techo que ni siquiera es visible para nosotros pues, como hemos afirmado, el enemigo está dentro de casa, íntimamente dentro, y no nos damos cuenta de su presencia. Esto significa que en las actuales circunstancias podremos mejorar la asignación de recursos y obtener más de lo que ya hacemos —es decir, mejorar la productividad—, pero no podremos dar un giro de 180 grados a la realidad material —volvernos un país desarrollado— mientras no cambiemos nuestro paradigma mental.

¿Es esto verdad —se preguntarán algunos—, acaso no manejamos computadoras y producimos software que se exporta a otros países con éxito, navegamos en Internet y jugamos Wii como campeones?, ¿no nos hace eso modernos? Sí, es cierto que operamos con solvencia esas herramientas, pero la mera manipulación de tecnologías no nos hace necesariamente modernos pues la modernidad es más una visión sistémica antes que el aprovechamiento fragmentario de partes y piezas. Es más saber inventar un rompecabezas que poder armarlo una vez que lo tenemos delante.

Me hago cargo de la cercanía —y el peligro— que esta explicación supone en relación con las antiguas propuestas del racismo científico y el eurocentrismo del siglo XIX, que veían en el sensualismo de nuestras sociedades la prueba de su primitivismo. Me apresuro en deslindar frente a aquella visión centrada en una grosera conducta sicalíptica, que poco tiene que ofrecer y fue felizmente dejada de lado. Hay pues una gran distancia entre la Frenología de aquel entonces y las Ciencias Sociales de nuestros días. Pero frente a la realidad y la verdad debemos estar dispuestos a explorar lo impensable y a hurgar en las oscuridades del alma, mirando con cabeza fría nuestros defectos con el propósito de corregirlos.

Por esa razón, aun cuando líneas arriba hemos sostenido que no es necesario aportar más evidencias que sustenten lo dicho, creo con firmeza que debemos esforzarnos por visibilizar el problema de fondo, lo que implica hacer un inventario de las categorías mentales que definen nuestra realidad cotidiana, pues esto tiene consecuencias muy serias tanto en la economía como en la vida política y social de la nación. Es decir, una suerte de morfología de nuestra mente, y en esta línea pretendo ofrecer más adelante nuevas contribuciones.

Colofón

En cuanto a la pregunta inicial sobre las causas primeras de nuestra excelencia gastronómica —una isla idílica en un archipiélago de clamorosos fracasos, en el que destaca con nitidez el fútbol—, cabe afirmar que los fenómenos sociales son multidireccionales, y, por tanto, no se explican por la presencia de una causa única. Lo más probable entonces es que todos los factores mencionados —sumados a los frutos de la tierra, que en muchos casos son privativos del país—, estén presentes al mismo tiempo en un cóctel que se forjó dialécticamente a lo largo de nuestro accidentado devenir histórico, proceso irrepetible en otros lugares dada su aleatoria complejidad.

El boom gastronómico resulta, en resumen, un caso de creatividad que nace históricamente del conocimiento concreto y que se potencia y enriquece cuando se practica desde el conocimiento abstracto. Quizá un modelo que pueda repetirse en otros campos y que, en tanto, debemos aprovechar.

Al respecto, quiero dejar expresa y pública constancia de una de mis mayores debilidades: la papa a la huancaína una de las más afortunadas formas de la felicidad.


Anthony Bourdain: Confesiones de un chef


Original de Espacio Gastronómico

¿Es verdad todo lo que se cuenta sobre las cocinas de los restaurantes? No, es peor. O al menos eso dice Anthony Bourdain. Aburrido de comandar la cocina de la selecta Brasserie Les Halles en Park Avenue, este chef ex heroinómano decidió colgar el gorro un rato y sentarse a contar las peores miserias de su oficio. A continuación, Radar reproduce lo mejor de lo mejor de Confesiones de un Chef: Aventuras en el Trasfondo de la Cocina, donde Bourdain se relame con las venganzas que caen sobre los clientes vegetarianos, el uso recurrente de pescado podrido, la amenaza latente que encierran los mariscos, los parásitos de un metro de largo que anidan en las heladeras, y el despotismo y la escatología reinante detrás de esa inocente puerta vaivén.

Por ANTHONY BOURDAIN

¿Quién cocina tu menú? ¿Qué bichos extraños hay más allá de las puertas de la cocina? Al Chef lo ves: es ese tipo sin gorro y con su nombre bordado en azul toscano sobre la almidonada chaqueta blanca, abotonada al estilo Mao, y una tablilla de asignación de tareas bajo el brazo. Pero, ¿quién cocina en realidad los distintos platos? ¿Son graduados de escuelas de cocina, jóvenes y ambiciosos, que invierten tiempo en las trincheras culinarias hasta que llegue el momento de apuntar más alto? No precisamente, si el chef se parece a mí.

Una cadena culinaria bien organizada es algo muy bonito de ver. Un equipo que trabaja en colaboración a alta velocidad y que, en sus mejores momentos, parece un aceitado ballet de danza moderna. Cada cocinero de la cadena exigido a tope es un tipo que trabaja con orden y pulcritud, economiza movimientos, domina la técnica y, lo más importante, es veloz. El oficio requiere carácter y entereza: un buen integrante de la cadena culinaria nunca llega tarde ni falta por enfermedad, y trabaja pasando por alto dolores y agravios. Lo que la mayoría de la gente no advierte es que la cocina profesional no se trata de la mejor receta, la presentación más original, la combinación más creativa de ingredientes, aromas y texturas. Todo eso está presumiblemente arreglado mucho antes de que el comensal se siente a la mesa.


La cadena culinaria –la verdadera preparación de los platos que comes– tiene más que ver con la constancia. Es decir, la repetición espontánea e invariable de la misma serie de tareas infinita cantidad de veces. La capacidad para trabajar en equipo es un mandato ineludible en la cadena culinaria. Si eres hombre de sartén, el parrillero será tu pareja de baile. Lo más probable es que te pases la mayor parte del tiempo trabajando con él, en un espacio parecido a un submarino: muy caluroso, incómodo, sin ventanas. Los dos estarán trabajando entre líquidos en ebullición, con cantidad de objetos contundentes a mano. Lo más prudente será que se lleven bien: no conviene tener a dos cocineros armados hasta los dientes, tirándose puñetazos porque se sienten agraviados, cuando hay calderos de agua hirviendo y cuchillos afilados como hojas de afeitar por todos lados.

De modo que ¿quiénes son exactamente esos tipos y esas chicas que están en las trincheras? Por lo que voy a contar de mi nada estelar carrera, podrías sacar la conclusión de que todos los cocineros de una cadena son locos perdidos, degenerados, drogadictos, maníacos, matones, borrachos, rateros, psicópatas y putas. Y no estarías muy lejos de la verdad. El oficio –según explica el respetado chef de tres tenedores Scott Bryan– atrae a sujetos que han pasado por alguna experiencia atroz en la vida. Es posible que no hayan hecho la secundaria, es posible que huyan de algo: un amor, una historia familiar sórdida, penurias sin esperanza del Tercer Mundo. Se sienten a gusto con el código de conducta informal y relajado de la cocina, donde suele ser alto el nivel de tolerancia a la excentricidad, los hábitos personales poco ortodoxos, la falta de documentación y la experiencia carcelaria. En la mayoría de las cocinas, la vocación cuenta poco o nada. ¿Puedes mantenerte en pie? ¿Estás listo para trabajar? ¿Puedo contar con que mañana aparezcas en el trabajo para no hacerme quedar mal?

Eso es lo único que importa.

X-MEN

Se puede dividir a los miembros de una cadena culinaria en cuatro grupos. Primero están Los Artistas: esa irritante minoría con alto nivel de vida. Un grupo que incluye a especialistas como los reposteros (o neurólogos de cocina), los troceadores de carne (encargados psicópatas de cámaras frigoríficas) y los salseros (cuyas creaciones son tan etéreas y perfectas que se les toleran sus delirios de grandeza). Están Los Exiliados: gente que no puede desempeñar otro oficio (por ejemplo, uno de esos trabajos de 9 a 6), ni ponerse una corbata, ni mezclarse con la sociedad civilizada (ni con sus compañeros). Están Los Refugiados: por lo general inmigrantes y emigrados para quienes la cocina es preferible a los escuadrones de la muerte, la miseria o el trabajo en una fábrica clandestina por dos dólares a la semana. Y, por último, están Los Mercenarios: gente que trabaja por dinero y trabaja bien, a pesar de no sentir demasiado cariño por la cocina ni tener grandes inclinaciones culinarias. Me gusta creer que la cocina es artesanía y que un buen cocinero es un artesano, no un artista.

No tiene nada de malo: las grandes catedrales europeas fueron construidas por artesanos, no por sus diseñadores. Practicar tu oficio como un experto es una tarea noble, digna y gratificante. Por eso, cuando contrato a alguien, casi siempre elijo mercenarios curtidos, orgullosos de su profesionalismo, en lugar de artistas. Cuando oigo esa palabra sólo pienso en alguien a quien no le parece necesario llegar al trabajo con puntualidad.

Convencido de su genio, la mayor parte del tiempo está más preocupado por que se le pare antes que por satisfacer a los comensales. Personalmente, prefiero comer platos sabrosos –que sean reflejo de los ingredientes que los componen–, a cualquier montaje caprichoso de un metro de alto, construido con limoncillos, adornos de hierbas, trozos de coco y un curry rojo. Puedes quedarte bizco tratando de comer esas cosas. Cuando alguien que me pide trabajo empieza a hablarme de cómo lo inspira la cocina del Pacífico, veo venir lo peor. Que me manden a un lavaplatos mexicano. A él puedo enseñarle a cocinar. Y a tener estilo. Preséntate en hora a trabajar seis meses seguidos y después hablemos de limoncillos y curry rojo. Hasta entonces sólo tengo tres palabras para decirte: ¡Cierra el pico!

LA VERDAD SOBRE EL PLATO DEL DIA


Hace poco vi un cartel a la entrada de uno de esos híbridos chino-japoneses que empiezan a reproducrise como hongos en todas las ciudades. Anunciaba “Sushi a buen precio”. No puedo imaginar mejor ejemplo de “Cosas De Las Que No Conviene Fiarse” que una ganga de sushi en un restaurante.

Sin embargo, el local estaba lleno. Me pregunté si estaría igual de lleno en caso de que el cartel hubiera dicho “Sushi de hace varios días”. La buena comida –y el buen comer– está por encima de todo riesgo. Una ostra por minuto te dañaría el estómago. ¿Eso quiere decir que debes dejar de comer ostras? De ninguna manera. Es cierto que, cuanto más exótica sea la comida, cuanto más valiente sea el comensal, más posibilidades hay de futuras molestias.

No por eso me voy a negar el placer de comer morcillas, sashimi o ropavieja en un tugurio cubano, sólo porque algunas veces me haya sentido mal después de haber comido esos platos. Pero hay algunos principios generales que me parecen razonables. Cosas que he visto a lo largo de los años han quedado grabadas en mi memoria y han alterado mis hábitos alimentarios: estoy más que dispuesto a probar una langosta a la parrilla en una de esas destartaladas parrillas al aire libre del Caribe, donde la refrigeración es nula y veo con mis propios ojos cómo zumban las moscas alrededor del asador. Pero, por el contrario, si estoy en mi país, donde por razones del oficio como a diario en restaurantes, me he fijado algunos sís y nos terminantes que, por propia decisión, rigen mi vida.

Entras una aletargada noche de lunes en un bonito sitio de dos tenedores y ves que está marchando un delicioso plato del día: atún de las islas del Pacífico, hinojo guisado, tomate triturado y salsa de azafrán. ¿Por qué no pedirlo? Las palabras que deben saltarte a la vista cuando recorres un menú son lunes y plato del día.

La cosa funciona así: el chef de ese bonito restaurante encarga el pescado los martes, para que se lo entreguen el viernes por la mañana (y encarga una buena cantidad puesto que, hasta la mañana del lunes siguiente, no habrá reparto). Sí, ya sé, algunos proveedores reparten los sábados... Pero el mercado está cerrado los viernes por la noche (o sea que el pescado es el mismo que el del martes). El chef espera deshacerse del grueso de ese pescado –tu atún– el sábado por la noche, cuando supone que la concurrencia será más numerosa. También supone que, si sobra un poco para el domingo, se deshará del resto sirviéndolo en ensalada de mariscos o como plato del día.

¿El lunes? Es la noche en que se liquida todo lo que haya sobrado, si es posible sacándole dinero. ¿Te parece muy mal? El tipo podría tirar las sobras del atún; a fin de cuentas, puede reabastecerse el mismo lunes, ¿no? Seguro que puede. Pero, ¿qué impide que su proveedor no piense exactamente lo mismo? ¡El tipo también está vaciando su refrigerador! Tú dirás que el mercado está abierto los lunes por la mañana, se puede conseguir pescado fresco.

Déjame decirte algo: he estado en varios mercados de pescado a las tres de la mañana de un lunes, y te aseguro que no es un sitio que inspire mucha confianza. Hay muchas posibilidades de que el atún que estás pensando pedir el lunes por la noche haya estando dando vueltas –ya cortado– entre los ingredientes que es necesario tener a mano en la puesta a punto de la cadena durante cuatro días, mientras las puertas de los refrigeradores se abren y cierran cada pocos segundos, a medida que los cocineros van metiendo la mano y tanteando a ciegas en busca de lo que necesitan. Ésa es la razón de que en mis restaurantes no aparezcan productos perecederos en los platos del día del domingo o el lunes por la noche: no aguantan.

El chef lo sabe. Calcula la casi segura posibilidad de tener todavía por ahí algún pescado los lunes por la mañana. Y le gustaría sacarle dinero, aun a riesgo de enfermar a los clientes. Si todavía huele bien el lunes por la noche, bueno, tú vas a comértelo. El pez espada me gusta muchísimo. Pero, oh: cuando mi proveedor de pescado sale a comer afuera, nunca lo pide. Ha visto pulular por ahí demasiados parásitos de un metro de largo.

Cuando ves unos cuantos bicharracos de ésos, no vuelves a probar el pez espada en mucho tiempo. ¿Lubina chilena? Está de moda; es cara. Para mí fue toda una sorpresa verla en el mercado no hace mucho. Pero es evidente que casi todas llegan congeladas, duras como piedra, todavía con todas sus espinas. Como ya dije, el mercado de pescado no es muy tentador que digamos. El pescado está ahí, sin hielo, en unos cajones casi desarmados, al aire libre y bajo el sol del verano. El que no se vende temprano, se vende más barato más tarde. Cuando se van los encargados de compras de los grandes restaurantes, los compradores chinos y coreanos, que han estado haciendo tiempo en los bares de los alrededores, caen como aves de rapiña y compran lo que queda a precio de saldo. Piénsalo cuando leas por ahí: “Sushi a buen precio”.

LA AMENAZA MARISCA

Los mariscos son asunto peliagudo. Yo no como mariscos en restaurantes, a menos que conozca personalmente al chef o haya visto con mis propios ojos cómo los guardan hasta el momento de servirlos. Me encantan los mejillones.

Pero, por experiencia, sé que casi todos los cocineros no son precisamente escrupulosos a la hora de utilizarlos. La mayor parte de las veces los dejan regodearse en su maloliente meada, al fondo de la heladera.

Estoy seguro de que algunos restaurantes tienen contenedores con cubos perforados, que permiten el drenaje mientras los mejillones están en reserva. Y es posible –sólo digo posible– que los cocineros de esos restaurantes los saquen con cuidado uno por uno, cada vez que reciben una orden, y se aseguren de que están vivos antes de echarlos a la cazuela. No he trabajado en muchos sitios donde se tomen ese tipo de precauciones.

Los mejillones son demasiado fáciles de preparar. Tardan dos minutos en cocerse, pocos segundos en ir a parar a un cuenco y ¡listo! Otro cliente servido, mientras ellos pueden concentrarse en filetear esa condenada pechuga de pato. En una estupenda brasserie de París tuve la desgracia de que me tocara un mejillón en mal estado. El muy cretino estaba escondido entre un montón de ejemplares impecables, pero me mandó al baño casi en cuatro patas, sujetándome la barriga con las manos. Cagué como una rata y vomité como si lanzara un misil. Esa noche recé (y,como ya te habrás imaginado, soy un ateo perdido). Afortunadamente, los franceses ofrecen buenos servicios sanitarios y tienen una política muy abierta a la hora de pedir asistencia médica a domicilio. Pero no pienso repetir la experiencia. ¿Mejillones? A lo sumo escogeré los que tengan buena pinta entre los que tú hayas pedido.

PAN Y PANICO


Sí, como pan en los restaurantes aunque sepa que probablemente lo hayan reciclado de alguna otra mesa. La reutilización del pan es una práctica muy extendida dentro del oficio. Hace poco vi un reportaje con cámara oculta, donde el locutor se mostraba escandalizado al ver que el pan sin consumirse volvía a la cocina y, de inmediato, era llevado de regreso al comedor. Pendejadas. Estoy seguro de que en algunos restaurantes les enseñan a los ayudantes de cocina bengalíes a tirar todo el pan sin usar –que suele ser el 50 por ciento–, pero cuando, en pleno caos, el mozo tiene que sacudir las migas de la mesa, vaciar ceniceros, llenar los vasos con agua, hacer expressos, meter a toda velocidad los platos sucios en la lavadora y ve una cesta llena de pan impecable, la mayoría de las veces vuelve a ponerlo sobre la mesa.

Es la triste realidad. No me preocupa a mí ni tiene por qué sorprenderte a ti. Está bien, es posible que algún imbécil tuberculoso haya tosido una manada de bacilos sobre la cesta del pan. O que algún turista recién llegado de una gira por los pantanos de Africa occidental haya soltado un estornudo. Semejantes posibilidades pueden ponerte un poco nervioso. Pero en tal caso también tendrás que privarte de subirte al metro. Come pan, hazme caso.

BIEN HECHO

La frase “Resérvalos para los bien hechos” es una conocida tradición culinaria que se remonta a tiempos inmemoriales. La carne y el pescado cuestan dinero; cada plato de comida debe venderse tres y hasta cuatro veces más caro de lo que cuesta para que el chef pueda ganar el porcentaje que le corresponde. ¿Qué ocurre entonces cuando el chef encuentra una pieza de carne correosa, bastante parecida a una suela de zapato, que ha ido empujando repetidas veces al fondo del refrigerador? Lo puede tirar, claro. Puede llevarse esa carne para alimentar a su familia (que es lo mismo que tirarla). O puede reservarla para los bifes “bien hechos”. Y servírsela a algún idiota que prefiere comer su trozo de carne o pescado tan bien hecho que no se note que ese aspecto de suela de zapato ya lo tenía antes de lucir carbonizada. En general, cualquier chef que se respete detesta a esa clase de cliente porque lo obliga a arruinar un plato respetable. ¿Por qué no darle sobras, entonces?

VERDES Y CRUDOS

Los vegetarianos a ultranza son motivo de permanente irritación para cualquier chef. La vida sin chuletas de ternera, grasa de cerdo, choricitos demi-glacé o queso apestoso no merece ser vivida. Pero estos cabezas duras creen que el cuerpo es un templo que no debe ser contaminado por proteínas animales. Insisten en que sus hábitos son más sanos (aunque, siempre que he trabajado con algún camarero vegetariano, lohe visto derrumbarse al menor asomo de catarro). Oh, ya les daré yo verduras.

Si me piden un plato vegetariano, rebuscaré por ahí y les cobraré catorce dólares por unas cuantas láminas de berenjenas y calabacines a la plancha. Y déjame que te cuente una historia: hace unos años, en un antro de damas y caballeros del tipo desinhibido, tuvimos la mala suerte de contratar a un joven vegetariano muy sensible que, además de llevar una vida sexual agitada, tenía algo de abogado de pobres. Despedido al poco tiempo por incompetente, se le dio por demandar al restaurante. Alegó que su problema gastrointestinal –provocado por amebas– era consecuencia de las tareas que había desempeñado en el antro en cuestión.

La dirección del restaurante se tomó el asunto muy en serio: contrató los servicios de un epidemiólogo que analizó la materia fecal de todos los empleados. La conclusión del especialista, a la que tuve acceso, fue más que esclarecedora: la cepa de amebas del camarero era muy común en personas que llevaban “cierto” estilo de vida. Lo interesante fueron los resultados del análisis de nuestros subalternos mexicanos y sudamericanos: los tipos estaban llenos de bichos por dentro, pero ninguno de esos bichos les provocaba enfermedad o molestias. Es cierto que las amebas se transmiten con mayor facilidad cuando te la pasas manipulando verduras crudas, sobre todo las de hojas verdes. Piénsalo la próxima vez que decidas intercambiar profundos besos de lengua con un vegetariano. (Y no voy a hablar de sangre: sólo diré que en las cocinas nos cortamos con mucha frecuencia, y dejémoslo ahí, por favor.)

ANIMALADAS

Hay quien dice que el cerdo es un animal apestoso; así explica el placer del que se priva al negarse a comerlo. Quizá esta persona debería visitar un criadero de pollos. Las aves disponibles en el mercado (no hablo de las variedades kosher o de granja orgánica) están plagadas de salmonella. Los pollos son sucios: se comen su propia mierda, están amontonados unos sobre otros, como nosotros en las horas pico del metro. Cuando se los manipula en la cocina de un restaurante, es más que probable que infecten otros alimentos o se contaminen entre ellos. El pollo es, además, aburrido.

Los chefs lo consideran un plato para esa gente que no sabe qué quiere comer y no se le ocurre nada mejor después de leer toda la carta.


¿Langostinos? Todo bien si parecen frescos, huelen fresco y el restaurante está muy concurrido (cosa que garantiza la renovación permanente de stock). Pero si entro en un restaurante vacío y veo al dueño con cara de suicida y los ojos clavados en la ventana... Este principio es aplicable a cualquier plato exótico y aventurero. Si es un restaurante conocido por sus carnes, ¿cuánto tiempo crees que llevan esperando en el refrigerador esas contadas raciones de calamares, langostinos y pescado, a la espera de que alguien exactamente como tú las pida? La clave está, siempre, en la rotación. Si ves cómo los platos de bouillabaisse salen volando por las puertas de la cocina, es probable que la elección sea acertada. Pero en un menú variado y extenso de un restaurante con poco movimiento, los platos menos populares –sea caballa a la plancha o hígado de ternera– siguen deteriorándose en el rincón más oscuro de la alacena porque lucen bien en la carta. Mira siempre la cara del camarero que te atiende: él conoce toda la verdad escondida tras esas puertas. Motivo más que pertinente a la hora de mostrarte muy cortés con él: el camarero puede salvarte la vida levantando una ceja o dejando escapar un suspiro (en caso de que el chef le haya ordenado bajo pena de muerte que recomiende ese bacalao antes de que empiece a apestar en serio). Observa su lenguaje corporal. Toma nota.

CONSIGNAS PARA COMER AFUERA

Fácil: de martes a sábado. Sitios concurridos. Movimiento. Rotación. Martes y jueves suelen ser los mejores días para pedir pescado (en Nueva York y casi en cualquier otra gran ciudad). Las provisiones que entran los martes son frescas, los preparados-base están recién hechos, el chef viene descansado y de buen humor luego de la relativa serenidad del domingo y el lunes. Es el verdadero comienzo de la semana, cuando tienes toda la buena voluntad de tu parte.

Los viernes y los sábados las provisiones también son frescas, pero hay mucho ajetreo, de modo que ni el chef ni los cocineros pueden prestarle a tu pedido la atención que ellos –y tú– quieren. Tanto cocineros como camareros miran a los comensales de fin de semana con recelo, casi con desprecio. Son los que tienen la mandíbula caída de aburrimiento, los bobos, los que llegan desde los suburbios, los que piden la carne bien hecha, los que apenas dejan propina, los que nunca vuelven. El martes por la noche el chef quiere estar contento. Los sábados, por el contrario, sólo piensa en cerrar, poner las mesas patas arriba y perderse en una noche de feliz autodestrucción.

LA CUENTA, POR FAVOR

¿Te asustan todas estas horripilantes afirmaciones? ¿Te vas a frotar las manos con toallas antisépticas cada vez que pases frente a un restaurante? De ninguna manera, por favor. Como dije antes, tu cuerpo no es un templo: es un parque de diversiones. Disfruta cada salida, considérala una aventura. Si estás dispuesto a correr riesgos por una salchicha en un puesto callejero o por una porción de pizza que sabes que lleva horas esperándote en el mostrador, ¿por qué no probar suerte con algo que merezca la pena? Todos los grandes avances de la cocina clásica se deben a esos héroes: los primeros en comer mollejas, en morder un queso sin pasteurizar, en descubrir que los caracoles saben verdaderamente bien (con bastante manteca de ajo). Eran hombres temerarios, innovadores (y desesperados, es cierto). No sé a quién se le pudo haber ocurrido que si haces engullir a un ganso alimentos ricos durante el tiempo suficiente hasta que se le hinche el hígado y pese más que el cuerpo, consigues algo tan delicioso como el foie gras (creo que fue a uno de esos romanos chiflados pero, en cualquier caso, se lo agradezco mucho).

Tragar pescado crudo, sobre todo cuando no existía nada parecido a la refrigeración, parecía una locura (y, sin embargo, ha resultado ser una buenísima y exitosísima idea). Dicen que Rasputín acostumbraba tomar todos los días un poco de arsénico en el desayuno, para inmunizarse de a poco y estar listo cuando quisieran envenenarlo de verdad (a juzgar por lo que se cuenta de su muerte, el arsénico de sus enemigos no afectó en absoluto al Monje Loco: para rematar la faena, dicen, fueron necesarias varias palizas, un par de balazos y una larga caída desde un puente a un río helado). Tal vez nosotros, comensales dignos, debamos seguir su ejemplo. Después de todo somos ciudadanos del mundo. De un mundo rebosante de bacterias, inocuas y no tanto. ¿Queremos viajar en papamóviles herméticamente sellados a través de las zonas rurales de Francia, México y el Lejano Oriente, comiendo sólo en Hard Rock Cafés y McDonalds? (He ahí un capítulo aparte, que encararé en mi próximo libro.) ¿O estamos dispuestos a arremeter sin temor contra los guisos locales, el humilde regalo sinceramente ofrecido de una cabeza de pescado apenas dorada? Yo sé lo que quiero: probarlo todo por lo menos una vez. Te concederé el beneficio de la duda, Señor Dueño del Puesto de Tamales, Sushi-san, Monsieur Boeuf Cruo. ¿Qué es esa cosa desplumada, colgada del techo, que va tomando olor a lo largo del largo día? Dame un poquito.

De Confesiones de un Chef: Aventuras en el Trasfondo de la Cocina, de Anthony Bourdain. Se reproduce aquí por gentileza de RBA Libros Barcelona. Adaptación de Rodrigo Fresán.