martes, 5 de enero de 2010
Filosofía y Papa a la Huancaína
09-oct-2009
Extraído de la web Mistura
Publicado en el Foro de Cultura y Turismo
por Alexander Forsyth
En marzo de este año apareció publicado en el diario El Comercio de Lima el artículo «El sueño del chef» de Mario Vargas Llosa, ameno y esclarecedor texto, como todo lo que escribe, en el que da cuenta de la trayectoria del cocinero y empresario Gastón Acurio, fenómeno mediático surgido en el Perú en los últimos años hoy camino a convertirse en icono —y quién sabe héroe— cultural peruano, con toda justicia por cierto.
El artículo narra con lujo de detalles un entorno familiar que ve con malos ojos, por lo menos al inicio, cualquier vocación de sus hijos que discurra por cauces no convencionales y resalta el venero cultural del que se sirve el joven cocinero para lanzar su proyecto de vida, quien, como verdadero artista visionario, tiene la virtud de ver aquello que a todos rodea pero que nadie más aprecia en los mismos términos.
Pero más que la figura de Gastón Acurio (a este interesante personaje regresaremos en una próxima entrega), interesa aquí analizar el por qué de la excelencia de la gastronomía nacional partiendo de la hipótesis que Vargas Llosa nos ofrece en el artículo que comentamos para formular una explicación alternativa.
Cocina y poder
Luego de calificar el éxito de Acurio como una «hazaña social y cultural» por hacer «que el mundo vaya descubriendo que el Perú […] goza de una de las cocinas más variadas, inventivas y refinadas del mundo, que puede competir sin complejos con […] la china y la francesa», MVLL se pregunta a qué se debe este fenómeno. Y responde: «Yo creo que a la larga tradición autoritaria del Perú: la cocina era uno de los pocos quehaceres en que los peruanos podían dar rienda suelta a su creatividad y libertad sin riesgo alguno», continuando a partir de allí con el encomio de la obra acuriana.
Pese a que la figura que este enunciado evoca es un tanto estrecha pues nos lleva a imaginar a sibaritas caseros cocinando en medio de una gran represión, con una especie de policía secreta respirándoles en el cuello, se trata de una apreciación valiosa que echa luz sobre un fenómeno intrigante y de gran relevancia en la actualidad, al que añade un ingrediente: la vinculación entre cocina y poder, o, mejor dicho, entre paladar y falta de poder. Enfoque que sin duda obedece al pensamiento liberal y antiautoritarismo de su autor y que tiene el mérito de ubicar a la gastronomía en el mismo universo semántico que la política.
Es cierto que existe evidencia histórica que podría avalar la interpretación de MVLL, por ejemplo, la cocina afroperuana —importantísimo componente de nuestra gastronomía contemporánea— se gestó por el ingenio exigido por circunstancias de vida particularmente duras, algo que está directamente vinculado a la condición de etnia sin poder de la población negra del Perú durante siglos.
Pero, ¿alcanzan esos hechos a explicar el fenómeno actual de manera satisfactoria? Es justo reconocer que el autor no ofrece su opinión con carácter de tesis sociológica (después de todo, es un comentario hecho casi al pasar), pero el enunciado tiene el contenido suficiente como para juzgarlo desde esta perspectiva. Por ello, cabe preguntarse por qué esta condición favoreció a la gastronomía y no, por ejemplo, a las demás artes populares (antes de protestar por la calidad de mates burilados, retablos, marineras y diabladas, téngase presente que hablamos aquí de relevanciainternacional y no meramente local, apreciación que por lo demás debe mucho al actual paradigma cultural de Occidente, muy marcado por la corrección política, la moral y los derechos humanos).
Asimismo, ¿por qué sucedió aquí, y no, por ejemplo, en Bolivia, Chile o Argentina, países que también han tenido una larga historia de inestabilidad social y autoritarismo, de marchas y contramarchas políticas y enormes dificultades para que arraigue la democracia liberal, cuyas gastronomías no poseen la sofisticación de la peruana y no gozan por tanto de un prestigio similar?, ¿cómo contrastar el creciente autoritarismo bolivariano de la actual Venezuela con una cocina cuyos ecos culinarios apenas alcanzan la forma de la arepa? Por último, cabe preguntar si hay explicaciones alternativas que logren satisfacer un mayor número de interrogantes y sean capaces, además, de establecer un vínculo causal más claro.
Una explicación escuchada hace unos años, que podríamos calificar de geopolítica, otorgaba el origen de nuestra riqueza en la cocina al hecho de haber sido el Perú cabeza de reino durante siglos. Según esta teoría, la sofisticación que demanda una corte fue el motor de esa riqueza, lo que sin duda es cierto pues muchos de nuestros platos célebres poseen una historia que se remonta a tiempos coloniales y ha quedado documentado el favor del que gozaban en la mesa palatina (a lo que contribuyó, no lo olvidemos, la alta concentración de órdenes religiosas que, privadas de los placeres del sexo, optaron por desarrollar al máximo los méritos de aquellos placeres corporales que les eran lícitos). Sin embargo, Lima administraba un territorio demasiado vasto como para pensar en una influencia cortesana tan extendida, además de que la sofisticación no estaba al alcance de las clases populares, que es una de las características más interesantes de la cocina peruana (como alguna vez me dijo un mochilero extranjero: «En el Perú se come bien hasta en los restaurancitos de las carreteras»). Además, siendo el poder hedonista por definición, firme creyente de su propia importancia, ¿por qué la Audiencia de Charcas y la Gobernación del Río de la Plata, esta última convertida en Virreinato en el XVIII, no produjeron efectos similares?
Otra explicación podría ser la territorial, por la variedad de pisos ecológicos que proporcionaba pluralidad y riqueza de recursos, pero esta perspectiva no alcanza a explicar por qué combinamos tan bien los ingredientes y conseguimos resultados que han logrado el consenso mundial.
Finalmente, quizá la explicación más acertada sea la que asigna el mérito al particular mestizaje nacional, fenómeno trasversal y vertical que, reuniendo aportes venidos de muchos lugares, se sirvió de la fertilización cruzada para producir tan original expresión. ¿Hay objeciones a esta explicación? Sin duda, pues al igual de lo planteado en el caso de la propuesta vargasllosiana, ¿por qué este mestizaje no produjo ese mismo efecto en las demás artes populares? Además, ¿por qué el mestizaje tendría que rendir frutos exclusivamente en las expresiones de la cultura popular, y no en la alta cultura, aun cuando fuese menos intenso?
Demos una mirada más cercana a un aspecto medular: ¿qué diferencia la gastronomía de otras artes? Básicamente, su corporalidad en el consumo, pues mientras que en la gastronomía el objeto en sí es consumido físicamente —es decir, deglutido—, en la cerámica o la orfebrería, la tapicería o el tejido, el objeto es consumido de manera indirecta, por comparación, lo que supone además la presencia de un componente simbólico.
Muy bien, ¿pero qué tiene esto que ver?, ¿no es acaso igual para los bolivianos cuyo solterito, aun cuando sabroso, no puede ocultar su carácter pueblerino, o para los chilenos, una de cuyas originalidades mayores es llamar a los frijoles que sirven con tallarines —plato notable por su extremo exotismo, por decirlo de alguna manera— «porotos con riendas»? Ellos también pasan por la misma corporalidad que nosotros y, sin embargo, el resultado es otro.
Un aporte filosófico
Ante estas carencias explicativas, y para entender mejor el problema, propongo un componente que me parece clave, de naturaleza metafísica, si se quiere, pues sus expresiones suelen ser transparentes. Se trata de la mentalidad heredada de cuando los peruanos vivíamos en una sociedad agraria de pequeña escala, es decir, un conjunto de ideas sobre la realidad que nos ha acompañado en nuestro tránsito hacia una sociedad urbana, pero que no ha logrado trasponer el umbral para alcanzar el siguiente estadio. Me refiero aquí al carácter esencialmente fisiócrata de nuestra cosmovisión, la cual, emparentada con el pensamiento mágico (¿de qué otro modo podemos calificar, por ejemplo, el mesianismo presente en nuestro secular caudillismo?), se funda en los objetos antes que en las ideas, estableciéndose entre sujeto y objetos —y esto es muy importante— respuestas esencialmente emocionales. Según esta propuesta, nuestra Weltanschauung favorece una relación afectiva con el mundo a través del cuerpo y los objetos antes que a través de la mente, lo que serviría para explicar no solo la preeminencia de nuestra gastronomía sobre las demás artes populares, sino también el clamoroso fracaso de todos los órdenes sociales que poseen un alto componente intelectual, llámese abstracto. Explicaría entonces por qué ninguno de los logros de nuestra filosofía se acerca a las alturas en que se encuentra, por ejemplo, la papa a la huancaína.
De esta manera, teniendo las abstracciones para nosotros ninguna relevancia o significación —incomprensibles, no en el nivel cognitivo, por supuesto, sino en el afectivo—, no somos capaces de vincularnos con realidades intangibles como nación, estado de derecho e, inclusive, futuro, realidades en crisis permanente en el Perú, por ser entelequias que carecen de densidad semántica y, por tanto, de interés. Este radical desprestigio de los intangibles entre nosotros explicaría la locura de haber abandonado la educación durante décadas (¿será necesario explicar el carácter abstracto del conocimiento?), lo que en sentido estricto constituye una hipoteca a largísimo plazo y un abominable secuestro del bienestar de las futuras generaciones de peruanos.
¿Hay otras expresiones de este problema cultural que sean verificables empíricamente? Por cierto que sí, basta remitirnos a la realidad de la ciencia que se hace en el Perú —entre las más pobres de la región— y al presupuesto que destina el Estado a la investigación científica y la innovación tecnológica. ¿Más pruebas…? La gestión cultural, sustento de la nación y del proyecto nacional, que opera casi en la nada y a la que la sociedad civil no logra articular como una demanda coherente pues no la reconoce como una de sus necesidades. Y, si se requieren ejemplos concretos, ahí están la inopia del Archivo General de la Nación, la carencia de agregados culturales en nuestro Servicio Diplomático, la mala situación de la música académica, la industria editorial, las bibliotecas municipales, la capacidad lectora de nuestros niños… La lista es espantosamente larga, y sería tedioso, además de innecesario, presentar más pruebas en este comentario. En este sentido, el verdadero fracaso de la ciencia en el Perú no es el no haber inventado ninguna de las tecnologías que hoy mueven al mundo, sino el no haber logrado introducir el método científico en los procesos mentales cotidianos de los peruanos, incumpliendo con su imperativo de transformar la realidad a través de la educación.
¿Cuáles son las consecuencias de esta situación para el Perú? Muchas, y muy graves. Para empezar, acaso la mayor sea la imposibilidad —por premodernos, que no es otra cosa que una forma elegante de decir primitivos— de insertarnos plenamente en la modernidad, ese fenómeno surgido con la Ilustración que cobró impulso con la Revolución Industrial y ha marcado todo el accionar del mundo desde entonces. La modernidad no es otra cosa que el proyecto por el cual se concede a la razón humana el papel de motor del cambio social, en lo que vemos su filiación directa con la ciencia y la tecnología. No por nada se quejaba Marx a mediados del siglo XIX «que todo lo sólido se desvanece en el aire». Ese tránsito de lo tangible hacia lo intangible ha sido especialmente dramático en lo que se refiere a la generación de valor, al punto que es un lugar común de nuestros días decir que vivimos en la era del conocimiento, o que el conocimiento es el principal activo de una nación. El problema de la modernización, por otro lado, está en la base de los graves conflictos suscitados entre el Estado y las minorías indígenas de nuestro país, que reclaman sus beneficios pero no quieren asumir su costo, en actitud ambivalente que hace mucho daño al sistema y vulnera gravemente la estabilidad social y la gobernabilidad del país. Me apresuro en reconocer que no es lo mismo decir «la modernidad», en abstracto, que decir «la modernidad a la peruana», sobre todo cuando esta se encarna en el Estado peruano, al que le cabe enorme responsabilidad.
Esta «persistencia de los afectos» tiene, a su vez, dos graves consecuencias: de un lado, nos impide alcanzar una visión moderna del valor y la riqueza, impidiéndonos superar la polémica medieval sobre la presunta inmoralidad del lucro; y, del otro, nos condena a ser víctimas irredimibles de propuestas políticas basadas en el mito y la utopía, es decir, consumidores de un romanticismo en estado puro que ha producido los peores infiernos que ha conocido el hombre en el siglo XX. Sin olvidar las desigualdades históricas, frente a las cuales el socialismo se arrogó el monopolio de ofrecer soluciones —pocas veces encontramos afirmaciones acientíficas de esta magnitud en la historia del pensamiento científico—, ambas se han encargado de mediatizar el desarrollo de nuestro capitalismo y han creado las condiciones para el mediocre funcionamiento del Estado paternalista y de la sociedad en general, dejando una extensa secuela de corrupción generalizada.
Como es natural, las aspiraciones del Perú por dejar atrás el subdesarrollo encuentran aquí un implacable techo que ni siquiera es visible para nosotros pues, como hemos afirmado, el enemigo está dentro de casa, íntimamente dentro, y no nos damos cuenta de su presencia. Esto significa que en las actuales circunstancias podremos mejorar la asignación de recursos y obtener más de lo que ya hacemos —es decir, mejorar la productividad—, pero no podremos dar un giro de 180 grados a la realidad material —volvernos un país desarrollado— mientras no cambiemos nuestro paradigma mental.
¿Es esto verdad —se preguntarán algunos—, acaso no manejamos computadoras y producimos software que se exporta a otros países con éxito, navegamos en Internet y jugamos Wii como campeones?, ¿no nos hace eso modernos? Sí, es cierto que operamos con solvencia esas herramientas, pero la mera manipulación de tecnologías no nos hace necesariamente modernos pues la modernidad es más una visión sistémica antes que el aprovechamiento fragmentario de partes y piezas. Es más saber inventar un rompecabezas que poder armarlo una vez que lo tenemos delante.
Me hago cargo de la cercanía —y el peligro— que esta explicación supone en relación con las antiguas propuestas del racismo científico y el eurocentrismo del siglo XIX, que veían en el sensualismo de nuestras sociedades la prueba de su primitivismo. Me apresuro en deslindar frente a aquella visión centrada en una grosera conducta sicalíptica, que poco tiene que ofrecer y fue felizmente dejada de lado. Hay pues una gran distancia entre la Frenología de aquel entonces y las Ciencias Sociales de nuestros días. Pero frente a la realidad y la verdad debemos estar dispuestos a explorar lo impensable y a hurgar en las oscuridades del alma, mirando con cabeza fría nuestros defectos con el propósito de corregirlos.
Por esa razón, aun cuando líneas arriba hemos sostenido que no es necesario aportar más evidencias que sustenten lo dicho, creo con firmeza que debemos esforzarnos por visibilizar el problema de fondo, lo que implica hacer un inventario de las categorías mentales que definen nuestra realidad cotidiana, pues esto tiene consecuencias muy serias tanto en la economía como en la vida política y social de la nación. Es decir, una suerte de morfología de nuestra mente, y en esta línea pretendo ofrecer más adelante nuevas contribuciones.
Colofón
En cuanto a la pregunta inicial sobre las causas primeras de nuestra excelencia gastronómica —una isla idílica en un archipiélago de clamorosos fracasos, en el que destaca con nitidez el fútbol—, cabe afirmar que los fenómenos sociales son multidireccionales, y, por tanto, no se explican por la presencia de una causa única. Lo más probable entonces es que todos los factores mencionados —sumados a los frutos de la tierra, que en muchos casos son privativos del país—, estén presentes al mismo tiempo en un cóctel que se forjó dialécticamente a lo largo de nuestro accidentado devenir histórico, proceso irrepetible en otros lugares dada su aleatoria complejidad.
El boom gastronómico resulta, en resumen, un caso de creatividad que nace históricamente del conocimiento concreto y que se potencia y enriquece cuando se practica desde el conocimiento abstracto. Quizá un modelo que pueda repetirse en otros campos y que, en tanto, debemos aprovechar.
Al respecto, quiero dejar expresa y pública constancia de una de mis mayores debilidades: la papa a la huancaína una de las más afortunadas formas de la felicidad.
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