La República
19 de diciembre de 2010
La cocina arequipeña se asemeja a un gran bufé. Una mesa extensa poblada de postres, bebidas, chupes, guisos rotundos, fritos y asados. Dulce, amargo, agrio y sobre todo picante son los sabores de una culinaria cuyos orígenes se remontan a miles de años. Con la llegada de los españoles hubo una revolución de ingredientes, pero nunca se prescindió del rocoto ni de los ajíes, soberanos de esta mesa.
Por Juan Carlos Soto Díaz
Humea un chupe de camarones. La fragancia del plato es insuficiente para abrir el apetito del comensal que pide rocoto de huerta.
Una variedad pequeña pero envenenada del capsicum pubescens. Sin preámbulos el comensal da un mordisco al fruto con circa, donde reside la potencia del picante. Colorado, sudoroso y casi lagrimeando apaga el fuego sorbiendo el caldo a cucharadas.
El picante caracteriza a la milenaria comida arequipeña. Un afrodisiaco del apetito. En estas tierras los almuerzos saben desabridos sin el acicate endemoniado. La escena descrita corresponde a una versión extrema de “rocoteros” con jugosas anécdotas. Como aquella competencia salvaje entre el arequipeño Eduardo Marroquín del Pino y el chiclayano Miguel Paz, autoproclamado campeón nacional en comer rocotos. Viaje retro a agosto de 1947. El chiclayano se metió en camisa de once varas al poner en duda el aguante de Marroquín. El reto: ambos debían comer una docena de frutos enteros y crudos. Paz abandonó el concurso a la octava unidad. Marroquín entró en tal excitación que no solo tragó los suyos sino los dejados por el retador. El nuevo campeón demoró dos años en curarse de la sobredosis de picante (Alonso Ruiz Rosas cita la anécdota en su libro de cocina). Si esas competencias suenan fantasiosas, hoy una sobremesa sin zarza de rocoto o cremas picantes no es sobremesa al pie del Misti.
Sobre la adicción al picor, el historiador Juan Guillermo Carpio Muñoz afirma que las glándulas salivales se excitan con la quemazón y perciben con mayor intensidad los sabores. El médico peruano Fernando Cabieses ofrece una explicación científica. En pleno ardor, el cerebro segrega la endorfina, sustancia que atenúa el dolor y genera bienestar en el cuerpo. Estas dos tesis explican en algo el masoquismo en el comensal mistiano.
Con la globalización y el snack al paso, esta culinaria de fuego sobrevive en las picanterías. En tiempos de la colonia, estos recintos eran las chicherías. Allí los parroquianos consumían la bebida fermentada del maíz germinado. En esos lugares servían unos aperitivos muy picantes que estimulaban la sed y había que aplacarla con el licor ancestral.
Los roles se invirtieron a mediados del siglo XIX. Los bocadillos se transformaron en platos de fondo, acompañados por chicha. Hoy son los sabrosos guisos, fritos, chupes, asados, evolucionados con otros ingredientes, pero no pueden prescindir de los aderezos de ají, una especie menos moderada que el rocoto. Entre los platos más celebrados: el chupe de camarones, estofado de carne, rocoto relleno, cuy chactado, el legendario adobo.
Picanteras de otros tiempos
De cocineras de picantería sobrevive Lucila Salas Valencia. Tiene 93 años de edad y sigue dándole al fogón. Ya casi no ve y una lesión en la pierna le impide caminar. Pero desde una silla ordena a los chefs que trabajan en el establecimiento y que ahora administran sus hijas. En la cocina de Lucila, de inicios del siglo pasado, el tiempo se ha congelado. El fogón arde a leña hirviendo los manjares del día. Las columnas de humo brillan debido al sol que penetra por la claraboya del techo. En las paredes de adobe pintadas de hollín se arriman los recipientes de arcilla. Allí madura la chicha. La anfitriona desafía sus achaques y da una demostración de cómo se muelen los camarones en un batán de piedra. Su memoria está viva; suelta recetas de antaño, algunas perdidas en el tiempo. “Chancho de camarones con trigo verde, celadores de camarón, el costillar a la piedra”. Se le agolpan los recuerdos de viejos comensales. Esos bohemios que escogían al cuy vivo y que querían meterlo en la sartén hirviente para comerlo. Los roedores domésticos eran una presencia recurrente en las picanterías. Caminaban entre los zapatos de los clientes devorando desperdicios. En la época republicana, estos locales encarnaron la vida social de la ciudad. Allí la gente conversaba, bailaba, se enamoraba y hasta complotaba contra el poder político. Hoy esa bohemia ha desaparecido.
Doña Lucila propone “un prende y apaga”, la ingesta de una copita de anisado, que ingresa calcinando el tubo digestivo y un chorro de chicha que suaviza la quemazón del licor. El operativo resulta adictivo, pero traicionero. El bebedor novato cae borracho.
Celmira Cerpa es otra alquimista de olores y sabores. Picantera de raza, descendiente del poeta Mariano Melgar, abandonó su carrera de Medicina por las ollas. Celmira se rebela contra el purismo. Por eso experimenta buscando nuevas recetas. Es capaz de convertir los desabridos langostinos en sabroso manjar, introducir camarón en el relleno del rocoto y sacarles el jugo a las hojas inservibles de cebolla convirtiéndolas en ensalada. Una deliciosa improvisadora, a veces por falta de ingredientes. Y esa es la historia de la comida mistiana. De su mano comieron presidentes, artistas y recientemente los Príncipes de España, Felipe de Borbón y Letizia, que visitaron la Ciudad Blanca. Las figuras de la realeza quedaron encantadas con el banquete y pidieron saludar a la hacedora. Letizia quedó prendada del Mouse de Lúcuma, obra de la famosa picantera con 88 años a cuestas.
Alan García, amante de la buena mesa en cantidad y calidad, es otro de sus rendidos comensales. En su primer gobierno, la invitó a Palacio para que prepare un banquete por su buena sazón. ¿Cuál es el secreto? Pregunta a boca de jarro. Sonríe y no suelta prenda.
Nuestros abuelos moros
El historiador Carpio Muñoz señala que el carácter híbrido marca la comida mistiana. Estas tierras fueron ocupadas hace miles de años por diversas culturas preíncas e inca. Antes de la colonia se fraguaron varios mestizajes. El aporte español tampoco es puro.
Los conquistadores acababan de expulsar a los moros de la península Ibérica. No eran españoles natos, sino mezcla de árabe, celtas, latinorromanos. Una síntesis de toda la civilización occidental. El primer plato de ese cruce habría sido el puchero o sancochado. En Europa se le conocía como ‘olla podrida’ y era un hervido de carne de res, aves, legumbres, repollo, garbanzo, habas, la longaniza (chorizo lleno de azafrán que le daba sabor y color). Sin longaniza ni garbanzo, en Arequipa los conquistadores introdujeron la lonja de chancho, las papas, camotes y –para darle sabor y color– los ajíes. El rocoto relleno es el plato que simboliza la transculturación. Desarmado de circas y venenos, el fruto nativo recibe todos los ingredientes importados de España en el relleno: carne, huevo, cebolla, aceituna y otras especies. El cuy chactado parece netamente andino, sin embargo, la técnica de la cocción es occidental. Esa es la cocina arequipeña, fruto de varios cruces culturales y que ha tenido el picante como bandera.
Por Juan Carlos Soto Díaz
Humea un chupe de camarones. La fragancia del plato es insuficiente para abrir el apetito del comensal que pide rocoto de huerta.
Una variedad pequeña pero envenenada del capsicum pubescens. Sin preámbulos el comensal da un mordisco al fruto con circa, donde reside la potencia del picante. Colorado, sudoroso y casi lagrimeando apaga el fuego sorbiendo el caldo a cucharadas.
El picante caracteriza a la milenaria comida arequipeña. Un afrodisiaco del apetito. En estas tierras los almuerzos saben desabridos sin el acicate endemoniado. La escena descrita corresponde a una versión extrema de “rocoteros” con jugosas anécdotas. Como aquella competencia salvaje entre el arequipeño Eduardo Marroquín del Pino y el chiclayano Miguel Paz, autoproclamado campeón nacional en comer rocotos. Viaje retro a agosto de 1947. El chiclayano se metió en camisa de once varas al poner en duda el aguante de Marroquín. El reto: ambos debían comer una docena de frutos enteros y crudos. Paz abandonó el concurso a la octava unidad. Marroquín entró en tal excitación que no solo tragó los suyos sino los dejados por el retador. El nuevo campeón demoró dos años en curarse de la sobredosis de picante (Alonso Ruiz Rosas cita la anécdota en su libro de cocina). Si esas competencias suenan fantasiosas, hoy una sobremesa sin zarza de rocoto o cremas picantes no es sobremesa al pie del Misti.
Sobre la adicción al picor, el historiador Juan Guillermo Carpio Muñoz afirma que las glándulas salivales se excitan con la quemazón y perciben con mayor intensidad los sabores. El médico peruano Fernando Cabieses ofrece una explicación científica. En pleno ardor, el cerebro segrega la endorfina, sustancia que atenúa el dolor y genera bienestar en el cuerpo. Estas dos tesis explican en algo el masoquismo en el comensal mistiano.
Con la globalización y el snack al paso, esta culinaria de fuego sobrevive en las picanterías. En tiempos de la colonia, estos recintos eran las chicherías. Allí los parroquianos consumían la bebida fermentada del maíz germinado. En esos lugares servían unos aperitivos muy picantes que estimulaban la sed y había que aplacarla con el licor ancestral.
Los roles se invirtieron a mediados del siglo XIX. Los bocadillos se transformaron en platos de fondo, acompañados por chicha. Hoy son los sabrosos guisos, fritos, chupes, asados, evolucionados con otros ingredientes, pero no pueden prescindir de los aderezos de ají, una especie menos moderada que el rocoto. Entre los platos más celebrados: el chupe de camarones, estofado de carne, rocoto relleno, cuy chactado, el legendario adobo.
Picanteras de otros tiempos
De cocineras de picantería sobrevive Lucila Salas Valencia. Tiene 93 años de edad y sigue dándole al fogón. Ya casi no ve y una lesión en la pierna le impide caminar. Pero desde una silla ordena a los chefs que trabajan en el establecimiento y que ahora administran sus hijas. En la cocina de Lucila, de inicios del siglo pasado, el tiempo se ha congelado. El fogón arde a leña hirviendo los manjares del día. Las columnas de humo brillan debido al sol que penetra por la claraboya del techo. En las paredes de adobe pintadas de hollín se arriman los recipientes de arcilla. Allí madura la chicha. La anfitriona desafía sus achaques y da una demostración de cómo se muelen los camarones en un batán de piedra. Su memoria está viva; suelta recetas de antaño, algunas perdidas en el tiempo. “Chancho de camarones con trigo verde, celadores de camarón, el costillar a la piedra”. Se le agolpan los recuerdos de viejos comensales. Esos bohemios que escogían al cuy vivo y que querían meterlo en la sartén hirviente para comerlo. Los roedores domésticos eran una presencia recurrente en las picanterías. Caminaban entre los zapatos de los clientes devorando desperdicios. En la época republicana, estos locales encarnaron la vida social de la ciudad. Allí la gente conversaba, bailaba, se enamoraba y hasta complotaba contra el poder político. Hoy esa bohemia ha desaparecido.
Doña Lucila propone “un prende y apaga”, la ingesta de una copita de anisado, que ingresa calcinando el tubo digestivo y un chorro de chicha que suaviza la quemazón del licor. El operativo resulta adictivo, pero traicionero. El bebedor novato cae borracho.
Celmira Cerpa es otra alquimista de olores y sabores. Picantera de raza, descendiente del poeta Mariano Melgar, abandonó su carrera de Medicina por las ollas. Celmira se rebela contra el purismo. Por eso experimenta buscando nuevas recetas. Es capaz de convertir los desabridos langostinos en sabroso manjar, introducir camarón en el relleno del rocoto y sacarles el jugo a las hojas inservibles de cebolla convirtiéndolas en ensalada. Una deliciosa improvisadora, a veces por falta de ingredientes. Y esa es la historia de la comida mistiana. De su mano comieron presidentes, artistas y recientemente los Príncipes de España, Felipe de Borbón y Letizia, que visitaron la Ciudad Blanca. Las figuras de la realeza quedaron encantadas con el banquete y pidieron saludar a la hacedora. Letizia quedó prendada del Mouse de Lúcuma, obra de la famosa picantera con 88 años a cuestas.
Alan García, amante de la buena mesa en cantidad y calidad, es otro de sus rendidos comensales. En su primer gobierno, la invitó a Palacio para que prepare un banquete por su buena sazón. ¿Cuál es el secreto? Pregunta a boca de jarro. Sonríe y no suelta prenda.
Nuestros abuelos moros
El historiador Carpio Muñoz señala que el carácter híbrido marca la comida mistiana. Estas tierras fueron ocupadas hace miles de años por diversas culturas preíncas e inca. Antes de la colonia se fraguaron varios mestizajes. El aporte español tampoco es puro.
Los conquistadores acababan de expulsar a los moros de la península Ibérica. No eran españoles natos, sino mezcla de árabe, celtas, latinorromanos. Una síntesis de toda la civilización occidental. El primer plato de ese cruce habría sido el puchero o sancochado. En Europa se le conocía como ‘olla podrida’ y era un hervido de carne de res, aves, legumbres, repollo, garbanzo, habas, la longaniza (chorizo lleno de azafrán que le daba sabor y color). Sin longaniza ni garbanzo, en Arequipa los conquistadores introdujeron la lonja de chancho, las papas, camotes y –para darle sabor y color– los ajíes. El rocoto relleno es el plato que simboliza la transculturación. Desarmado de circas y venenos, el fruto nativo recibe todos los ingredientes importados de España en el relleno: carne, huevo, cebolla, aceituna y otras especies. El cuy chactado parece netamente andino, sin embargo, la técnica de la cocción es occidental. Esa es la cocina arequipeña, fruto de varios cruces culturales y que ha tenido el picante como bandera.
+ El dato
Ingredientes aborígenesde Arequipa
•Papa, el tubérculo que salvó al mundo de la hambruna.
•Maíz, gramínea americana en todas sus variedades.
•Carnes de alpaca, llama cuyes y camarones de río.
•Los ajíes, rocotos, huacatay (olorosa planta silvestre).
Ingredientes traídos del Viejo Mundo
•Carnes de vacuno, cerdo, gallina, oveja, etc.
•Todos los lácteos como leche, queso, mantequilla.
•Especies como pimienta, clavo de olor, aceituna, olivos, vegetales y la cebolla que hizo una pareja formidable con el rocoto en el picor de la comida.
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