domingo, 15 de noviembre de 2009

¿Qué cocinaré?

Dom. 15 noviembre de 2009

Perú 21

Amo la fabulosa adrenalina de tener por delante una recatafila de órdenes por preparar mientras espera hambriento el rugiente restaurante abarrotado. Con la única excepción de una vibrante amanecida de diario en cierre de edición, la emoción extrema de saber que tienes que cocinar, a ocho fogones, para todo un batallón en tiempo récord no se asemeja en intensidad a nada en esta vida.
Autor: Beto Ortiz



Y así como el actor secundario reza para que un buen día, la estrella se parta una pierna, este guisandero amateur esperaba en Dios que a la cocinera mayor la agarrara, aunque sea, la gripe aviar y la enviara derechito a la cama unos diítas con tal de hacerse por fin de la codiciada llama de su fuego. Nunca ocurría, claro y ella seguía siendo la alquimista mayor pero mientras tanto, en fervoroso silencio, mientras no hubiera platos que lavar, sigilosamente, él se entrenaba. Llegaba tempranito y se esmeraba en el farragoso, monótono ritual de la preparación previa: sancochaba sacos enteros de papas y, así calientes, las pelaba y las prensaba. Desconchaba ostras y pelaba langostinos.

Deshojaba bosques enteros de hierbas aromáticas y picaba todas las cebollas de la tierra en las más variadas formas imaginables: en cuadritos, en cuñas, a la pluma, a la Juliana. Exprimía varios galones de jugo de limón. Graneaba doce kilos de arroz y tostaba cinco de cancha serrana. Licuaba toda clase de ajíes rojos, naranjas, verdes y amarillos. Trozaba corazones sangrantes de toro y, pinchándose a veces los dedos, los ensartaba a la mala en unas cañas puntiagudas. También se cortaba una que otra vez, delgadas lonjitas de la yema de los dedos y, más frecuentemente aún, como es lógico, se quemaba: aprendía a distinguir las diferentes variedades posibles de quemadura. No es lo mismo quemarse con vapor que con sopa hirviendo ni arde tanto el aceite que salpica de la freidora como el caramelo caliente, cuidadito, que ese sí es perfectamente capaz de hacerte hueco. Sus feas ampollas y laceraciones las exhibía feliz como si fueran condecoraciones que honraran su presunta fiereza guerrera. Y como quien no quiere la cosa, a hurtadillas, espiaba todos los secretos que las maestras se resistían a revelar: Ajá, el sudado de pescado sabía como sabía porque lo que sudaba era chela cusqueña. Ajajá. Con razón los pobrecitos gringos babeaban como perritos de Pavlov. Mírenlas pues. Qué tales pendejas.

Obedeciendo una antigua y francamente incomprensible tradición, he decidido darme a mí mismo la más perucha de las bienvenidas a New York invitándome a cenar al restaurante más peruvian que encontrarse pueda, el único enclavado en pleno Village y, encima, en la Cristopher Street o Calle Cristóbal. La denominación es sencilla pero significativa: Lima´s Taste y, siendo que me ofrece aquel inédito cebiche de langosta, llego a sus puertas, extraviado, solísimo y tan náufrago de mí. Imposible adivinar la sorpresota que el destino carbonero cocinaba: que me quedaría chambeando allí dos años completitos, rompiéndome los lomos, quemándome –literalmente– las pestañas en la estación de stir-fry, lanzando justificados ajos y cebollas, cuando no derritiéndome como un tocino inexorable, o lo que es lo mismo: ganándome el pan con el cansado aceite de mi frente, envuelto en aquella llamarada fantástica de aquella fragorosa peruvian cocina from Peru, perdonen la riqueza. Allá afuera el frío repujaba los huesos, la nieve caía como si nadie existiera en este mundo y yo, con las orejas frozen y la vida mal embutida en mi mochila de expedicionario derrotado, tenía que aterrizar bajo cualquier techo antes de que la noche cubriese ya con su negro crespón. «No lo conozco» –respondió La Dueña Del Quiosco cuando la excitada Carmencita voló al deli de los egipcios a por una camarita descartable, gritándole lo muy segura que estaba de que yo era yo a su muy displicente jefa, una sarcástica matrona para quien Lima no pasaba de ser un recuerdo sucio y neblinoso:

- Si te quedas, ven a comer todos los días. Cortesía de la casa.
- ¿Por qué mejor no me contratas?
- ¿Contratarte?, ¿Tú sabes cocinar?

Chupe de camarones. Una vez que el puesto fue mío, mi primera misión fue un sustancioso y humeante chupe de camarones. Prepararlo no, qué va, eso ni pensarlo. Al comienzo no me dejaban acercarme a las hornillas ni siquiera para poner el agua a hervir, de modo que el primer día, con las justas me tocó doblar servilletas, poner los cubiertos, encender las velitas, contestar el teléfono, tomar un extraño pedido de cebiche con arroz a media tarde y hacer el ya famoso delivery del chupe de camarones pedaleando sobre la nieve en una destartalada bicicleta de jardinero sin tener idea de hacia dónde quedaba ninguna puta calle de Manhattan. Por supuesto me perdí, por supuesto la sopa viajera llegó helada y no contenta con eso, por supuesto, también se derramó, obligándome a limpiar aquella embarradera con el único trapo que tenía a la mano: el reglamentario polo de Lima´s Taste que llevaba puesto bajo la camiseta térmica y el casacón de plumas. En el segundo delivery cobré la cuenta sin equivocarme y entregué el cambio con total exactitud pero olvidé entregar el pedido y me lo llevé de vuelta al restaurante. En el tercer delivery, me confundí de paquete y entregué a domicilio unas sobras revueltas y probablemente baboseadas que otro cliente había pedido le envolvieran para su perrito. (Como desagravio, hubo que llevarles comida gratis todo el mes). Pero antes de que tuviera tiempo de salir a entregar el cuarto delivery, fui condenado sin remedio al último eslabón de la cadena alimenticia: me enviaron –junto a los apestados del sistema– al tétrico basement, es decir, al sótano, forzado a librar encarnizadas batallas territoriales con las rechonchas ratas neoyorquinas y a lavar miles de millares de ollas, sartenes y platos interminables junto al mexicano de los granos purulentos que no hacía sino repetirme: ¡Cabrón perucho! ¡Joto chingado! ¡Pinche puto! y al pobre árabe musulmán tan amargado que no toleraba la idea de que una mujer fuera su jefa y que nunca entendía nada porque no hablaba inglés y no tenía más consuelo que repetir hasta la náusea la única frase que había aprendido a decir en español: ¡pedazo de caca, pedazo de caca, pedazo de caca!

Pero como cagándola se aprende, la bendita noche en que faltaron manos por fin llegó y fui ascendido de las exclusas a la fragua de Vulcano. Y entonces cociné y cociné, jubiloso hasta que la cebolla dejó de hacerme llorar, hasta que se me salió el ajo molido por los poros. Y, lo que es más yuca, cociné para los crudos que nunca están contentos con nada, que todo les pica y que exigen que jode pero que –aquí entre nos– de comer bien no saben ni pincho. Ahora sé perfectamente lo que más le gusta a cada quién de nuestra rica comidita: a los japoneses, los fríos: los cebiches, las causas y los tiraditos. A los chinos, todas las carnes y vegetales salteados, todos los arroces y todas las vísceras a la parrilla. A los indios, el seco pero antes que nada, el ají de gallina que, al final de cuentas, es un curry. A los coreanos y vietnamitas, lo fresquito, lo crujiente: unos choritos a la chalaca, un escabeche. Y a los tailandeses, todo lo que sea inhumanamente picante, justo al revés que los carapálidas, que casi siempre lo quieren todo en versión mild, es decir: suave, sosa, desangelada, de hospital. Padre, perdónalos, porque no saben lo que se pierden. Todavía no sé cuán feliz fui la primera vez que me soltaron por fin uno de esos maravillosos woks o sartenes de saltear. Qué cosa nomás puede uno decir frente al poder supremo del sobrecogedor fogonazo. Imposible no sentirse el aprendiz de mago de Fantasía: calentar el metal hasta que casi llegue al rojo vivo, azuzarlo con aceite y poner a danzar, ardientes, sobre él, las carnes, las verduras, las especias, las hierbas y hasta las frutas. Cualquiera que haya explorado el timing perfecto de un Lomo Saltado lo sabe de sobra: lo que acaece allí no puede sino ser cosa de magia inmemorial, de sortilegio. Me echaste no sé qué en la comida, tú me hiciste brujería.

Pocos goces mayores que salir en puntillas del fogón al salón, secándose las manos como una madre a refocilarse en el placer del extraño como si fuera el propio. Mirar disimuladamente, pero con atención, cómo se relamen y se gozan. Volver a escanciar el vino rojo y beber en honor a los ancestrales espíritus que hacen realidad el secreto hechizo que bulle en el corazón de cada manjar. Cómo ignorar que una sola cucharada de arroz graneado puede traernos de vuelta a casa desde el más horrible de los destierros. Esto no es verso, señores, es testimonio vivo. Es palabra hecha carne, familia. Es verbo hecho lomo fino. Si eso no es magia, díganme ustedes qué es.

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