lunes, 16 de noviembre de 2009

Sabores del Perú en EE.UU

Vive los mejores momentos del mas grande evento gastronómico de comida peruana en los Estados Unidos. Organizado por la fundación Allpacuna y promovido por el Consulado General del Perú en la ciudad de Hartford y la Secretaría de Estado de Connecticut. En esta oportunidad Flavors of Perú (Sabores del Perú)se realizó los días 04 y 05 de Septiembre del 2009 en el Hotel Marriot de la ciudad de Stamford, Connecticut.

Un fabuloso buffet y esplendorosas danzas andinas engalanaron la reunión. La comida estuvo a cargo del chef peruano-nikei Humberto Sato y su hijo Yaquir, quienes estuvieron al mando de una decena de cocineros llevados desde Lima. Sato es un reconocido cocinero, propietario del restaurant "Costanera 700" de Miraflores y se caracteriza por fusionar la comida criolla con toques japoneses y orientales.

"Flavors of Perú 2009" es un acontecimiento culinario que no ha sido devidamente reconocido en el país, pero que resulta pionero en la tarea de difundir nuestros sabores en el exterior. Aquí sí le damos la importancia que merece y le brindamos esta cobertura en imágenes.¡Como para provocarse!


























Y para terminar de vivir la ocasión este video de Raúl Paz.

¡A comer pescado!

Extraído del diario Trome
15 de noviembre de 2009
El pescado debe incluirse en la dieta diaria.



Si le preocupa su salud y quiere mantenerse fuerte y sano, incluya en su dieta diaria pescados azules porque contienen altas dosis de Omega 3, lo cual significa que le ayudarán a prevenir un sinnúmero de males, entre ellos, el cáncer.

El especialista Arnaldo Hurtado, de conservas 'Frescomar', explicó que el Omega 3 es un ácido graso que disminuye el nivel de colesterol malo en la sangre, reduce el riesgo de sufrir enfermedades cardíacas, es una buena fuente de proteínas de alto valor biológico y contiene diferentes vitaminas y minerales.

"La caballa y el jurel son pescados azules que poseen vitaminas A, D y E, lo que favorece el crecimiento, la absorción de calcio, fijación de huesos, reparación de mucosas, piel y otros tejidos del cuerpo, así como la resistencia frente a infecciones, regula el sistema nervioso, incrementa la visión nocturna, es antioxidante y retarda el envejecimiento celular", refiere.

Indicó que el pescado debe incluirse en la dieta diaria, desde el primer año de vida, ya que contribuye en el desarrollo físico y mental. "Es muy importante que lo padres inculquen a sus hijos el hábito de comer pescados azules desde pequeños y mantengan un régimen alimenticio balanceado para que crezcan sanos y fuertes", agregó. Paola Marsano, chef de 'Frescomar', nos da tres recetas fáciles de preparar para que sean el deleite de su familia.
Dele click a la imagen para leer las recetas *


domingo, 15 de noviembre de 2009

¿Qué cocinaré?

Dom. 15 noviembre de 2009

Perú 21

Amo la fabulosa adrenalina de tener por delante una recatafila de órdenes por preparar mientras espera hambriento el rugiente restaurante abarrotado. Con la única excepción de una vibrante amanecida de diario en cierre de edición, la emoción extrema de saber que tienes que cocinar, a ocho fogones, para todo un batallón en tiempo récord no se asemeja en intensidad a nada en esta vida.
Autor: Beto Ortiz



Y así como el actor secundario reza para que un buen día, la estrella se parta una pierna, este guisandero amateur esperaba en Dios que a la cocinera mayor la agarrara, aunque sea, la gripe aviar y la enviara derechito a la cama unos diítas con tal de hacerse por fin de la codiciada llama de su fuego. Nunca ocurría, claro y ella seguía siendo la alquimista mayor pero mientras tanto, en fervoroso silencio, mientras no hubiera platos que lavar, sigilosamente, él se entrenaba. Llegaba tempranito y se esmeraba en el farragoso, monótono ritual de la preparación previa: sancochaba sacos enteros de papas y, así calientes, las pelaba y las prensaba. Desconchaba ostras y pelaba langostinos.

Deshojaba bosques enteros de hierbas aromáticas y picaba todas las cebollas de la tierra en las más variadas formas imaginables: en cuadritos, en cuñas, a la pluma, a la Juliana. Exprimía varios galones de jugo de limón. Graneaba doce kilos de arroz y tostaba cinco de cancha serrana. Licuaba toda clase de ajíes rojos, naranjas, verdes y amarillos. Trozaba corazones sangrantes de toro y, pinchándose a veces los dedos, los ensartaba a la mala en unas cañas puntiagudas. También se cortaba una que otra vez, delgadas lonjitas de la yema de los dedos y, más frecuentemente aún, como es lógico, se quemaba: aprendía a distinguir las diferentes variedades posibles de quemadura. No es lo mismo quemarse con vapor que con sopa hirviendo ni arde tanto el aceite que salpica de la freidora como el caramelo caliente, cuidadito, que ese sí es perfectamente capaz de hacerte hueco. Sus feas ampollas y laceraciones las exhibía feliz como si fueran condecoraciones que honraran su presunta fiereza guerrera. Y como quien no quiere la cosa, a hurtadillas, espiaba todos los secretos que las maestras se resistían a revelar: Ajá, el sudado de pescado sabía como sabía porque lo que sudaba era chela cusqueña. Ajajá. Con razón los pobrecitos gringos babeaban como perritos de Pavlov. Mírenlas pues. Qué tales pendejas.

Obedeciendo una antigua y francamente incomprensible tradición, he decidido darme a mí mismo la más perucha de las bienvenidas a New York invitándome a cenar al restaurante más peruvian que encontrarse pueda, el único enclavado en pleno Village y, encima, en la Cristopher Street o Calle Cristóbal. La denominación es sencilla pero significativa: Lima´s Taste y, siendo que me ofrece aquel inédito cebiche de langosta, llego a sus puertas, extraviado, solísimo y tan náufrago de mí. Imposible adivinar la sorpresota que el destino carbonero cocinaba: que me quedaría chambeando allí dos años completitos, rompiéndome los lomos, quemándome –literalmente– las pestañas en la estación de stir-fry, lanzando justificados ajos y cebollas, cuando no derritiéndome como un tocino inexorable, o lo que es lo mismo: ganándome el pan con el cansado aceite de mi frente, envuelto en aquella llamarada fantástica de aquella fragorosa peruvian cocina from Peru, perdonen la riqueza. Allá afuera el frío repujaba los huesos, la nieve caía como si nadie existiera en este mundo y yo, con las orejas frozen y la vida mal embutida en mi mochila de expedicionario derrotado, tenía que aterrizar bajo cualquier techo antes de que la noche cubriese ya con su negro crespón. «No lo conozco» –respondió La Dueña Del Quiosco cuando la excitada Carmencita voló al deli de los egipcios a por una camarita descartable, gritándole lo muy segura que estaba de que yo era yo a su muy displicente jefa, una sarcástica matrona para quien Lima no pasaba de ser un recuerdo sucio y neblinoso:

- Si te quedas, ven a comer todos los días. Cortesía de la casa.
- ¿Por qué mejor no me contratas?
- ¿Contratarte?, ¿Tú sabes cocinar?

Chupe de camarones. Una vez que el puesto fue mío, mi primera misión fue un sustancioso y humeante chupe de camarones. Prepararlo no, qué va, eso ni pensarlo. Al comienzo no me dejaban acercarme a las hornillas ni siquiera para poner el agua a hervir, de modo que el primer día, con las justas me tocó doblar servilletas, poner los cubiertos, encender las velitas, contestar el teléfono, tomar un extraño pedido de cebiche con arroz a media tarde y hacer el ya famoso delivery del chupe de camarones pedaleando sobre la nieve en una destartalada bicicleta de jardinero sin tener idea de hacia dónde quedaba ninguna puta calle de Manhattan. Por supuesto me perdí, por supuesto la sopa viajera llegó helada y no contenta con eso, por supuesto, también se derramó, obligándome a limpiar aquella embarradera con el único trapo que tenía a la mano: el reglamentario polo de Lima´s Taste que llevaba puesto bajo la camiseta térmica y el casacón de plumas. En el segundo delivery cobré la cuenta sin equivocarme y entregué el cambio con total exactitud pero olvidé entregar el pedido y me lo llevé de vuelta al restaurante. En el tercer delivery, me confundí de paquete y entregué a domicilio unas sobras revueltas y probablemente baboseadas que otro cliente había pedido le envolvieran para su perrito. (Como desagravio, hubo que llevarles comida gratis todo el mes). Pero antes de que tuviera tiempo de salir a entregar el cuarto delivery, fui condenado sin remedio al último eslabón de la cadena alimenticia: me enviaron –junto a los apestados del sistema– al tétrico basement, es decir, al sótano, forzado a librar encarnizadas batallas territoriales con las rechonchas ratas neoyorquinas y a lavar miles de millares de ollas, sartenes y platos interminables junto al mexicano de los granos purulentos que no hacía sino repetirme: ¡Cabrón perucho! ¡Joto chingado! ¡Pinche puto! y al pobre árabe musulmán tan amargado que no toleraba la idea de que una mujer fuera su jefa y que nunca entendía nada porque no hablaba inglés y no tenía más consuelo que repetir hasta la náusea la única frase que había aprendido a decir en español: ¡pedazo de caca, pedazo de caca, pedazo de caca!

Pero como cagándola se aprende, la bendita noche en que faltaron manos por fin llegó y fui ascendido de las exclusas a la fragua de Vulcano. Y entonces cociné y cociné, jubiloso hasta que la cebolla dejó de hacerme llorar, hasta que se me salió el ajo molido por los poros. Y, lo que es más yuca, cociné para los crudos que nunca están contentos con nada, que todo les pica y que exigen que jode pero que –aquí entre nos– de comer bien no saben ni pincho. Ahora sé perfectamente lo que más le gusta a cada quién de nuestra rica comidita: a los japoneses, los fríos: los cebiches, las causas y los tiraditos. A los chinos, todas las carnes y vegetales salteados, todos los arroces y todas las vísceras a la parrilla. A los indios, el seco pero antes que nada, el ají de gallina que, al final de cuentas, es un curry. A los coreanos y vietnamitas, lo fresquito, lo crujiente: unos choritos a la chalaca, un escabeche. Y a los tailandeses, todo lo que sea inhumanamente picante, justo al revés que los carapálidas, que casi siempre lo quieren todo en versión mild, es decir: suave, sosa, desangelada, de hospital. Padre, perdónalos, porque no saben lo que se pierden. Todavía no sé cuán feliz fui la primera vez que me soltaron por fin uno de esos maravillosos woks o sartenes de saltear. Qué cosa nomás puede uno decir frente al poder supremo del sobrecogedor fogonazo. Imposible no sentirse el aprendiz de mago de Fantasía: calentar el metal hasta que casi llegue al rojo vivo, azuzarlo con aceite y poner a danzar, ardientes, sobre él, las carnes, las verduras, las especias, las hierbas y hasta las frutas. Cualquiera que haya explorado el timing perfecto de un Lomo Saltado lo sabe de sobra: lo que acaece allí no puede sino ser cosa de magia inmemorial, de sortilegio. Me echaste no sé qué en la comida, tú me hiciste brujería.

Pocos goces mayores que salir en puntillas del fogón al salón, secándose las manos como una madre a refocilarse en el placer del extraño como si fuera el propio. Mirar disimuladamente, pero con atención, cómo se relamen y se gozan. Volver a escanciar el vino rojo y beber en honor a los ancestrales espíritus que hacen realidad el secreto hechizo que bulle en el corazón de cada manjar. Cómo ignorar que una sola cucharada de arroz graneado puede traernos de vuelta a casa desde el más horrible de los destierros. Esto no es verso, señores, es testimonio vivo. Es palabra hecha carne, familia. Es verbo hecho lomo fino. Si eso no es magia, díganme ustedes qué es.

viernes, 13 de noviembre de 2009

El Otro Pisco

El Mercurio de Chile
30 de octubre de 2009


Por Patricio Tapia

Admitámoslo de una vez. El pisco sour peruano es mejor que el chileno. Punto. Ellos lo inventaron, sólo ellos logran esa voluptuosa y a la vez refrescante mezcla de acidez y cremosidad. Un vaso lleno de espuma, blanca, ácida, turgente. Te tomas uno y quieres otro. El nuestro es jugo de limón con pisco. Y azúcar flor, claro. No mucho más. Pero para hacer un gran pisco sour se necesita pisco. Y allí nos vamos derecho a las patas de los caballos porque, ya lo sabrán ustedes, los nacionalismos del tipo "el mío es mejor que el tuyo" abundan por todos lados. Y, como chilenos, lo obvio es que creamos que el nuestro es mejor.

La verdad es que, aunque lleven el mismo nombre, son muy diferentes. Y desde muchos ángulos, aunque las bases son las mismas: vino destilado de uvas. Se fermentan uvas y luego ese vino se calienta en un alambique para evaporar el alcohol y luego condensarlo. Y ya tenemos el espíritu. Veamos.

La primera gran diferencia son las uvas. Aunque faltan pruebas fehacientes que emparienten las variedades de ambos países, hay cepas que al parecer son comunes como la Italia o lo que sería nuestra moscatel de Alejandría o el torontel que se llama igual en Perú y en Chile. Sin embargo, la quebranta -que es la base de los más tradicionales piscos peruanos- en nuestro país no parece existir o la mollar que es tinta o la albilla que es blanca. Cada productor tiene su teoría, pero lo cierto es que la idea base, la de los "piscos varietales" está fuertemente asentada en Perú y es así que los puros llevan siempre el nombre de la variedad con la que se hicieron. Un pisco "puro", por ejemplo, de italia.

También existe la idea de hacer mezclas. En Chile es habitual que se mezclen cepas, pero en Perú se trata de un estilo específico: el pisco acholado, que generalmente usa uvas aromáticas como la moscatel, la italia o el torontel con cepas de más cuerpo como la quebranta. Otra diferencia es el uso de madera. En Perú sienten que cualquier elemento externo a las uvas distorsiona la expresión de la cepa. Esto se traduce con claridad en que los piscos peruanos jamás son criados en barricas, las que aportarían aromas tostados. Una vez que el vino se destila, se guarda en vasijas de acero, de plástico o en las tradicionales "botijas" de greda para luego embotellarse. En Chile sí se usan barricas, por lo general de roble americano, y sobre todo cuando se trata de piscos premium, asunto que está muy de moda por estos días entre los pisqueros locales. Por la misma razón, porque el pisco está hecho de vino y se tiende a respetar que la cosecha es importante en la calidad de las uvas, los piscos peruanos anuncian el año de cosecha en sus etiquetas, algo que en Chile no sucede.

Y el agua. Para rebajar los grados de alcohol que se generan luego de la destilación, en Chile se agrega agua convenientemente tratada. Los peruanos, en cambio, sienten que eso es una aberración porque -otra vez- distorsiona el carácter del destilado, así es que sólo seleccionan la porción que se ajusta o puede ajustarse a los grados que tiene su pisco.

Pero aparte de estos detalles, lo que diferencia a ambas industrias pisqueras es la forma en la que se plantan en el mercado. En Chile, la idea de la cooperativa ha reunido a muchos productores de uvas bajo el paraguas de pocas marcas. De hecho, en la asociación de pisqueros nacionales hay unos diez miembros. En Perú, el cooperativismo no forma parte de su lógica, así es que disputan el mercado cientos de pequeños productores -la mayoría artesanales-, cada uno con su filosofía, con sus etiquetas. Esto le da una mayor riqueza a la oferta. El pisco peruano, son muchos, cientos de piscos a la vez.

Y eso se traduce en diversidad. Mientras los pisqueros nacionales, las grandes cooperativas, se ufanan de su tecnología y de su estandarización, la misma que entrega una calidad constante, el pisco peruano, más artesanal, más atomizado, con el foco en la cepa, en el origen, es rico en diversidad sin el tema de la consistencia como bandera. Saquen ustedes sus propias conclusiones. Y mientras lo hacen, lo que sí les puedo decir es que los peruanos consideran al pisco hecho con uva quebranta, la austera, severa, tensa quebranta como la mejor para el pisco sour. Por algo será.


jueves, 5 de noviembre de 2009

Preparando Tamales en EE.UU al puro Estilo Peruano

Tras la sazón afroperuana

Contracorriente
El Comercio, 30 de enero de 2008


ESTUDIOS. El destacado investigador Humberto Rodríguez Pastor, conocido por sus investigaciones sobre la inmigración china, ha vuelto la mirada a la herencia afro en la cultura peruana. Primero fue con un ensayo acerca del tamal. Pronto será con otro libro revelador

Por David Hidalgo Vega

Este es un hombre con el olfato entrenado para buscar el origen de las costumbres. Humberto Rodríguez Pastor, antropólogo, limeño sin atenuantes, ha enfilado las fosas nasales hacia dos de las mayores vetas del orgullo nacional: primero fue el mestizaje con lo chino y sus secuelas en los sabores y colores de nuestras calles; ahora explora el siempre pendiente legado afroperuano, tan fuerte de rituales y paladar. El primer fruto de esta etapa es "La vida en el entorno del tamal peruano", casi un tratado iniciático sobre esa vianda infaltable del paisaje peruano. Pronto publicará nuevas exploraciones nacidas de su curiosidad entrenada.

Antes ha investigado la inmigración china, ahora el aporte afroperuano. ¿Por qué ese interés?
Porque yo parto de que el Perú no solo es la mezcla de población nativa y española. Los costeños somos, culturalmente y de manera oculta, afros. Por muchas cosas, hasta por nuestro interés en la música. Esa es mi orientación, que plasmo en un curso que se llama Minorías Étnicas. Tenemos afros, chinos, japoneses, franceses, italianos que nos dieron mucho. El Perú es más diverso de lo que parece obvio.

En el prólogo de su último libro usted dice que su interés partió de un detalle simple. ¿Así también le pasó con los chinos?
Sí, por algo tan simple como comprobar que había tantos chinos en las haciendas. Es como si un chino viera que hay muchos peruanos allá. Se preguntaría lo mismo, dado que hay una distancia de 17 mil kilómetros entre los puertos de China y el Callao. Después fui viendo que no solo era en las haciendas o en los chifas: mi esposa es afroperuana, pero también es de origen chino. Y mi suegra, si uno le quita el color negro, es china. Está en las cosas más inmediatas. Uno se empieza a dar cuenta porque aguza el sentido y está atento no solo al tipo de ojos, sino al tipo de pelo, los pómulos. Yo sigo aprendiendo. Mi propia esposa se da cuenta más rápido.

¿Y usted qué mezcla tiene?
Soy mestizo del más común. Blanco por los Rodríguez, que llevan seis generaciones en Lima. Vasco por el segundo apellido de mi papá. Y por parte materna, mi bisabuela era india, analfabeta, contaba su ganado como lo hacían en el Perú prehispánico. Mi abuela era mestiza, mis tías y mi mamá eran mestizas. Soy un mestizo como cualquier otro. Y culturalmente mucho más. Cuando estuve en Nueva York, haciendo investigaciones sobre los chinos, me di cuenta de lo que es ser mestizo y cómo lo marginan a uno cuando habla mal el idioma.

¿Los peruanos tenemos más inclinación al aporte chino que al afroperuano?
No tanto. ¿Y qué cosa es Alianza Lima? ¿Y el Señor de los Milagros? Ahí está nuestra afición por la música criolla. Eso está incorporado en nosotros. A veces no reconocemos nuestra identidad porque no la auscultamos. Se necesita un profesional con lupa para que vea eso.

¿A eso apunta su próximo libro sobre el aporte negro?
El tema en común es la negritud, pero son artículos de distintos niveles. Hay uno que se llama "En la mesa de los negros". Es una investigación sobre la cocina afroperuana, de cómo viene de la esclavitud y ahora, con gente negra que viene de provincias, se está transformando por exigencia de la propia ciudad.

¿Qué clase de cambio es ese?
Como ocurre con toda la gente que migra, su comida cambia. La realidad te obliga, porque no encuentras los mismos ingredientes. He conversado con varias amas de casa negras que vienen de provincias. Una se quejaba de que en su pueblo, El Ingenio, cerca de Nasca, comía lomo saltado con mango, pero que acá no puede hacerlo. Lo extraña. Ahora, tenga en cuenta que los platos esos de siete colores son creación de los migrantes. Pero no crea que es solo de ellos. Hace poco la Asociación Peruana de Gastrónomos hizo una cena benéfica y puso un buffet en el que la gente podía hacer varias combinaciones. Es lo mismo, pero hecho por chefs. Si hay un mundo que se globaliza, hay una Lima que se peruaniza.

¿Qué otros rasgos ha encontrado?
Yo diría que el tema de lo que pasó con la gente negra tras la liberación de la esclavitud. Había un grupo que estaba organizado, que eran los aguadores. Un grupo fuerte, rebelde. Le hicieron un homenaje a Castilla, otro a Toribio Ureta, el intelectual que redactó la ley de manumisión. Eso me impresionó. Los homenajes eran a su manera, con mucha bulla y bailes.

Era una presencia tan fuerte que ahora asociamos el tamal a la población negra, cuando en realidad el origen de esta vianda es mucho más antiguo.
Ellos incorporan algo que es silencioso: la sazón. Es como una creencia religiosa que uno tiene en la cabeza y la expresa en algún momento. La sazón se lleva interiormente y cuando uno está ante el fogón la expone. A finales del siglo XVIII el 60 o 70% de la población de Lima era negra. Estaba en las casas y en barrios. Pero la gente negra no tuvo, como los chinos, sus productos. Lo que hizo fue darle la vuelta a lo que había. Eso hay que tener en cuenta: el tamal vinculado a la gente negra es Lima; en el resto del país está vinculado a las poblaciones nativas.

En su libro usted señala que hay pueblos tamaleros.
Surco es un pueblo tamalero por tradición. En Huacho, por ejemplo, aceptan que el pueblo tamalero por excelencia es Supe, y venden su tamal como si fuera de allá. Ni Barranca ni Pativilca, que están cerca, tienen esa identidad tamalera.

Me llamó la atención lo que cuenta de las rivalidades tremendas entre tamaleras de uno y otro pueblo.
Sí, sobre todo entre las de Lima y las de provincias. Los viernes, sábados y domingos vienen de poblados cercanos, de Chincha, Supe, Mala. Las tamaleras de Surco son agresivas a la hora de vender. Se dicen cosas terribles. Un ejemplo es lo que le pasó a Magaly, una gran tamalera que aparece en el libro. Tenía competencia que venía de Surco. Un día que no estaba, vino uno de sus clientes, preguntó por ella y la rival dijo: "Se ha ido porque han encontrado una cucaracha en su tamal". A la semana siguiente el cliente le contó eso a Magaly y ella le tiró una cachetada a la mujer. No es el único sitio donde he visto estas cosas. Es lo que pasa en todas las profesiones, en realidad.

El valor del libro es que rescata el contexto que está tras algo tan cotidiano como el tamal.
Claro. Es que yo soy antropólogo. No soy chef ni gourmet. Cuando veo a una persona que cocina en realidad estoy observando un fenómeno social. Hay muchas historias interesantes. Está la familia de Anacé Carrillo, que tenía un taller. Un taller es una mesa grande, un montón de hojas, la familia trabajando: uno limpia las hojas, el otro envuelve, el otro amarra, uno más va calentando los barriles. Y las que comandan son las mujeres. No hay machismo que valga, las mujeres mandan. Es porque ellas tienen el conocimiento, la sazón. Otro ejemplo es recordar cómo se vendían los tamales, cantando pregones. Luego aparece la mujer que ya no canta, va gritando. De esas tamaleras que caminaban ahora se ha pasado a las que están en la puerta de las panaderías. La técnica de ganar clientes va cambiando. Son comportamientos sociales.

Otro cambio es el ingreso del tamal a los supermercados.
Eso determina la aparición de gente que lo hace en volúmenes mayores, de dos mil o tres mil, cinco mil semanalmente. Una tamalera no puede producir esa cantidad, por mucho que trabaje las 24 horas. Entonces apela a la familia: el esposo que no tiene chamba, la prima que se ha criado en la casa, se enseña la envoltura, el amarrado, aumenta la población que se dedica al tamal. Eso genera otros efectos en los vendedores ambulantes, que entonces cuidan más la limpieza en su puesto, en su vestido.

José Gálvez señala que antes se consumía tamal por Navidad. Lástima que ha cambiado esa costumbre.
Esa era una tradición española en todos los países de América Latina. Pero no ha decaído, yo creo que sigue. Conozco a una señora, Clara, del Rímac, que está retirada, pero en la Nochebuena sale otra vez a vender. Y Magaly debe haber vendido como quinientos tamales esa noche, aunque normalmente vende cincuenta, cien. El tamal sigue siendo navideño, aunque esté subvalorado, porque viene del pueblo, de los cholos, los indios, los negros. Todavía se siente como insulto decir: negro tamalero.

¿Va a seguir trabajando en ese tema?
En realidad quisiera regresar al de los chinos. Pero también me ha interesado el tema del ají. Aquí creemos que sabemos mucho, pero solo conocemos veinte o treinta especies. En la selva peruana hay muchas más. Yo digo que hay que poner un puente entre estos chefs que estudian en París y la gente del pueblo, que es la base de todo.

LA FICHA
Nombre: Humberto Rodríguez Pastor.
Profesión: Antropólogo.
Trayectoria: A lo largo de su carrera como investigador ha recibido becas de la Rockefeller Foundation, Wenner Gren Foundation, John Simon Guggenheim. En el 2002 visitó China para dar conferencias sobre sus estudios.
Publicaciones: "Hijos del celeste imperio", "Herederos del dragón", "La vida en el entorno del tamal peruano".

El Entorno del Tamal

Las tamaleras son gente que
pelea, que llegó y conquistó


José Gabriel Chueca
Peru21, Lima 26/05/08

Se presentó recientemente, editado por la Universidad San Martín de Porres, el libro La vida en el entorno del tamal, de Humberto Rodríguez Pastor. El autor, que antes ya nos había abierto al universo chino en el Perú, ahora nos lleva a conocer nuestro país a través de este sabroso potaje.

"Yo estaba en la Universidad Católica cuando un amigo me habló de la Antropología, que en aquellos años se llamaba Etnología; entonces, me fui a San Marcos a estudiar. Ahí descubrí no solo que tenía la vocación sino que, en mi vida, ya había estado haciendo antropología", recuerda Humberto Rodríguez Pastor. Conversamos en su casa, en el Rímac.

¿Cómo así?

Porque yo siempre estaba averiguando la vida de la gente. Conversaba con las personas más humildes, como el jardinero o la señora que trabajaba en la casa. O me iba a comer a la calle, a los sitios más modestos. Era la vocación de ampliar el mundo social que tiene uno y de no quedarse en el que cae, de casualidad, en la vida.

¿Qué lo llevó a investigar el tamal?

Me pidieron que escribiera sobre la comida china y me inquietó el tema culinario. Sucede que cerca de mi casa, en el Rímac, hay una señora negra -mi esposa es afroperuana también y yo estaba cerca de ese mundo- a quien invitaba a conversar. Ella tenía una hija y vendían tamales. Fue así que me acerqué al tema, cuando vi que era un problema.

¿Un problema?

La venta era un problema para ellas, porque cuando Metro comenzó a vender tamales en Navidad, ellas bajaron sus ventas. Odiaban a Metro, como todos los vendedores de las cercanías. Yo conversaba entonces con la hija porque la mamá murió. Hay un primer libro sobre la vida de esta chica, Magaly Silva. El primer tomo del nuevo libro incluye su biografía, junto con otras dos.

¿En qué consistió el trabajo para La vida en el entorno del tamal?

Con el apoyo de la Universidad San Martín pude trabajar en grande. Fuimos a los pueblos e hicimos entrevistas a entre 700 y 800 tamaleras y a algunos personajes que han vendido o hecho tamales, como Rosa Elvira Cartagena. Me la encontré en El Carmen. Yo había leído que hacía tamales en Estados Unidos y que había hecho plata.

Uno asocia el tamal a la gente negra. ¿Cuál es su origen?

No es peruano. El nombre es mexicano. Tamali es una palabra náhuatl. Acá teníamos la humita. En Caral, hace 5 mil años, ya las había. El batán era la herramienta para moler maíz, ají, maní y lo que fuera. El tamal llegó y se propagó. Quienes lo tomaron fueron los nativos. En Lima lo tomaron los negros. Aún hay barrios de gente negra que hace tamales en Chorrillos. En el Rímac está Malambo. En Lima el tamal es negro, afuera no.

Para mi mamá, el tamal chinchano es el mejor. Hay tamaleras que dicen que lo venden cuando no es así.

El famoso tamal chinchano no es de gente negra. Y se reconoce ahí mismo: es cuadrado y está amarrado con seis vueltas, tres para cada lado. Además, es granulado, distinto al que comemos acá y al de Supe. Acá, uno puede agarrar el tamal. El de Supe es bien aguado, hay que comerlo con cuchara. Es grande y blanco. Supe es un pueblo tamalero. Así lo reconocen los pueblos vecinos. Y hay ferias en las que compiten haciendo el tamal más grande.

La tamalera es todo un personaje.

A mí me interesa, más que el tamal o su receta, las tamaleras, por una cuestión de justicia. Es como celebrar el año de la papa y no reconocer que fue el hombre andino quien la domesticó. Las tamaleras son quienes lo convirtieron en el plato del domingo, sobre todo en los sectores populares de la costa.

¿Cómo son ellas?

Hay de todo. A veces se odian. La competencia es brava. A Magaly le han hecho unas. Una vez se fue temprano, y cuando un señor preguntó por ella otra tamalera dijo que se había ido porque vieron una cucaracha en su tamal.

Qué mala.

Magaly se enteró y fue y le pegó. Ella se trompea como hombre. No es de jalar pelitos. Y es el caso de tantas señoras. Son gente que pelea por la vida, que llegó y conquistó. Las tamaleras aprenden a tratar al público en la calle. Ellas venden a las 5 o 6 de la mañana y ven pasar borrachos o drogadictos, así que aprenden a defenderse. Y han aprendido a conquistar al público, a coquetearle. Además, alrededor del tamal se constituyen espacios muy activos, por ejemplo, a la hora del desayuno. Aquí, a dos cuadras de mi casa, hay un lugar así, donde uno encuentra a esa gente que ha migrado en la lucha de la vida, que hace chicharrones, leche de soya... todos compramos ahí, hacemos cola, conversamos. A mí me encantan esos sitios.

Autoficha
Soy limeño, con seis generaciones de limeños detrás, por mi primer apellido. Viví en muchas partes del Perú porque mi papá era militar, así me acostumbré a distintos ambientes. Estudié Antropología en San Marcos. Estuve en el Apra un tiempo, la culpa de que me saliera fue de Fidel Castro, la revolución cubana y esa orientación que asumió toda una generación. Tengo cuatro hijos y ocho nietos. Poseo un Volkswagen del 74... es como yo, funciona bien pero por afuera parece viejo.

La Reina de los Tamales del Rimac

Prepare los ricos tamales de la 'Negrita Magaly'

Diario Trome



Morena vende 4 mil 'tamalazos' por semana y fue premiada con el 'ají de plata' por Gastón Acurio. Los hace de pollo, chancho, lomo saltado, pulpa de cangrejo, quinua, trigo y carapulca


Es domingo y los relojes marcan las 5:30 de la mañana. A esta hora, mientras la mayoría duerme, una dulce pero a la vez fuerte voz se escucha anunciando el tradicional manjar criollo: "Tamaleeeeees... llegaron los ricos tamales, casero, para que refuerce su rico 'mañanero', tamaleeeees".

Ni bien escuchan el melodioso llamado de la 'Negrita Magaly', los vecinos de la avenida Tarapacá, en el distrito del Rímac, ya saben que encontrarán a esta carismática morena en 'su esquina', con la canasta llena de tamales de pollo, chancho, lomo saltado, de pulpa de cangrejo, de quinua, trigo y carapulcra. Es que la 'Nerita Magaly' (así, sin 'g', como también la llaman con cariño) es la reina de los tamales.

La historia de Magaly Silva comenzó hace 30 años cuando su madre Felicia Cordero Uribe vendía este platillo con singular éxito en la cuadra 6 de Tarapacá. En ese tiempo, ella y su progenitora deleitaban a los clientes de la antigua panadería 'Malatesta', muy cotizada por entonces.

"Empecé en este negocio a los 8 años. Mi mamá me enseñó los secretos del mundo de los tamales. Pero fue a los 11 cuando me animé a independizarme y fue entonces que yo misma los preparaba con el asesoramiento de mi madre. Recuerdo que ella solo hacía los tamales tradicionales (de pollo y chancho); sin embargo, yo tenía siempre la idea de innovar y luego se me ocurrió mezclar los ingredientes para obtener diferentes combinaciones. Lamentablemente, cuando tenía 19 años, mi mamita falleció y yo tomé la posta en el negocio", recordó.

Está en todos lados

Después de la partida de doña Felicia, la 'Negrita Magaly' empezó a crecer y expandir su negocio. Hoy, sus tamales se venden en diferentes puntos de Lima y Callao. Son tan famosos que reconocidos cocineros, como Gastón Acurio, se rindieron ante su rica sazón. Además, personas que viven en exclusivas zonas de la capital van a comprarlos especialmente al Rímac, lugar donde solo está los sábados y domingos.

"Yo resido en Comas, que es donde preparo más de 4 mil tamales a la semana para la venta diaria. Los clientes piden los tamales en diferentes sabores y más se quedan impactados con mi tamal 'largato' (ríe Magaly), que es un producto que tiene 65 centímetros de largo y 15 de grosor. Este tamal te llenará el estómago todo el día", dijo orgullosa la morena, mientras atendía a sus clientes.

Maestra en Mistura

Gracias a su sazón e innovadora presentación del tamal, esta pequeña empresaria ganó el 'Ají de plata', premio que le fue otorgado en el evento de Mistura 2009 como reconocimiento a su maestría en la cocina.

En los cuatro días de presentaciones, Magaly llegó a vender 7 mil tamales. Además, preparó el tamal más grande nunca antes visto, el que midió dos metros de largo.


Tamal Tradicional
Ingredientes
(para 25 tamales)
1 1/2 kg de hojas de plátano
1kg de maíz de mote
1/4kg de manteca de cerdo
10 gr. de ají panca molido
10 gr. de ajo molido
5 gr. de pimienta
5 gr. de comino
1/2 kg de carne de cerdo
aji amarillo, maní, sal al gusto
Preparación:
Disolver el maíz mote molido con el caldo de la cabeza del cerdo. Preparar un aderezo en la sartén, hechando la manteca de chancho, añadiendo el ají panca molido, los ajos, pimienta y comino. Dejar dorar y agregar la masa cocida del maíz mote con caldo de chancho; añadir  caldo hasta obtener una consistencia deseada.Una vez cocinada la masa con el aderezo póngala en la panca de ojas de plátano pasadas en agua caliente y eche un trozo de carne de cerdo ( o las que quiera añadir), ají, maní y la aceituna. Finalmente, envuelva, amarre y cocine en una olla con agua durante hora y media.